Con un Estado incapaz de asegurar los mínimos que sus ciudadanos requieren para hacer su vida, lo primero que se plantea es acometer una reforma política del Estado que no implique echar al niño con el agua sucia de la bañera. Que no conlleve un mayor debilitamiento institucional y, sobre todo, que no traiga consigo un achicamiento mayor de la legitimidad estatal y del conjunto del sistema político que le da sentido.
Acosada por sus propias criaturitas, como los conglomerados de los medios masivos de comunicación y la cúpula negociante, la coalición que pretendió hacerse cargo del gobierno en 2006 (en realidad, desde el desaforado 2005) encara ahora el inventario de imposibilidades y restricciones que sus alianzas mal facturadas le imponen. Emblemático como pocos es el nudo fiscal de estos días, que opaca cualquier arrogancia y despropósito político y hace evidente un doble desafío: el primero y más profundo tiene que ver con el déficit de legitimidad estatal en su sentido amplio, no sólo del gobierno; el segundo, inmediato y urgente, remite a una notable incapacidad de los que mandan para dejar atrás los dictados de una sabiduría convencional vuelta fardo mental y piedra de molino política, así como el principal factor de descalificación que, sin admitirlo, toman en cuenta las tristemente célebres calificadoras de riesgo.
De este laberinto podríamos empezar a salir mediante una convención republicana de emergencia en que partidos, legisladores, inversionistas y empresarios, sindicalistas y académicos, firmaran los plazos y los términos de una modificación sustancial en las formas de gobierno hacia un régimen parlamentario, junto con los grandes pero precisos lineamientos de una reforma fiscal que proveyese al Estado de fondos suficientes, dentro de un marco de exigencias de equidad y progresividad que contemplaran la urgente promoción de la inversión y el empleo bajo formas de cooperación público-privada.
La mínima dosis de seguridad pública que el país reclama no se logrará con el Ejército nacional en perpetuo pero sangriento simulacro de campaña, sino con una policía nacional en la que tanto las fuerzas armadas como los gobiernos estatales puedan confiar. Su constitución y despliegue tendrían que acompañarse de una consistente participación de la sociedad organizada, apoyada por un compromiso explícito de los medios informativos con el objetivo de sanear el ambiente público y comunitario y darle a la conciencia ciudadana un horizonte y una confianza claros sobre lo que leen, ven y escuchan, en vez de la cacofonía criminaloide con que hoy se le abruma.
Una manera sobresaliente de darle credibilidad a la reforma fiscal consiste en establecer metas y rutas claras para este saneamiento esencial del cuerpo político nacional: el de sus órganos de orden y seguridad. La razón de ser del Estado no es reprimir sino proteger, y es aquí donde se prueba el «estado de derecho» que tantos reclaman.
No habrá orden sin progreso, como quería la divisa positivista, pero el progreso es inconcebible sin una recuperación sostenida de la confianza ciudadana y de los niveles de actividad y de empleo, para desde ahí plantearse la construcción de un nuevo curso de desarrollo. Lo primero no se consigue nunca con promesas de buen comportamiento financiero y sí, aunque no siempre, con audacia gubernamental en materia de inversión y promoción productiva, para compensar la demanda privada desvanecida y luego, pero de inmediato, para estimular el riesgo y cambiar el talante de los animal spirits a favor de planes y proyectos de inversión para reconstruir el futuro.
Reaprender a formular proyectos y a programar las inversiones como tarea nacional es indispensable. Aquí, las universidades y el talento sobreviviente en la banca de desarrollo y el sector público en general pueden tener un papel estelar. La conveniencia y bondad de la educación superior, la ciencia y la tecnología, se demostrarían en sus hechos y la penuria a que se ha sometido el talento de investigadores y creadores empezaría a ser vista más como motivo de vergüenza que como astucia financiera.
No habrá progreso económico sin un mínimo de protección y aliento sociales, inspirados por un ánimo de justicia y equidad que vaya más allá de la contención de las «clases peligrosas» o de la compra de indulgencias. Sin dispositivos eficaces de protección social y mediación del conflicto, no habrá seguridad pública o recuperación y crecimiento que duren, ni globalización que nos reciba con beneplácito. Aquí, la seguridad pública encuentra en la seguridad social su obligada correspondencia.
Si algo hay que aprender del pasado inmediato, resumido en la apertura comercial y el TLCAN, es que nadie nos premia la fe en el mercado o la genuflexión ante las exigencias del interés trasnacional. Sí, y muchos son quienes se aprovechan de este ingenuo fideísmo, y más los que insisten en traducir la buena disposición como resignación ante las fuerzas «naturales» de la globalidad. Como hemos comprobado, esto no es sólo mala política sino pésima economía.
Si esta convención republicana llevase a una toma de conciencia sobre esto último, que tiene que ver con unas mentalidades adoptadas apresuradamente y la cultura nacional posible y necesaria, el ajuste con nuestras cuentas y despropósitos habría empezado en serio. Y con pie firme.
Lo demás sería lo de menos.