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El debate público

La pesadilla local

Mauricio Merino 

El Universal 

20/01/2016

Una vez más, The New York Times se ha ocupado de la violencia que padece México, poniendo el acento en la creciente captura de los puestos municipales por parte del crimen organizado. En un texto publicado el domingo pasado, Ioan Grillo afirma que aunque los nuevos cárteles del país siguen traficando con droga, también han usado `sus ejércitos de asesinos para moverse hacia otros propósitos: estafas, extorsiones, robo de combustible`, etcétera; y añade: `Y ahora están moviendo su fuerza hacia uno de los negocios más lucrativos: la política local`.

Tras el asesinato de la joven alcaldesa de Temixco, Gisela Mota, el autor nos recuerda que los alcaldes ultimados por el crimen organizado durante la última década están cerca de sumar la centena, mientras que los mayores descalabros que ha vivido el gobierno federal en la guerra iniciada hace ya casi diez años han contado —con demasiada frecuencia— con la complicidad de funcionarios locales que se han rendido o que ya formaban parte de las organizaciones de criminales al tomar posesión de sus cargos (como sucedió, de manera emblemática, con el gobierno de Iguala, Guerrero).

Ese artículo está lejos de ser el primero que llama la atención sobre la importancia de salvaguardar los ámbitos municipales del crimen organizado. Pero la clave del texto no está en la lógica de la guerra sino en la mecánica de la corrupción que ha permitido que el control de los gobiernos locales sea, en efecto, `uno de los negocios más lucrativos` de México. El acento no está situado en las tildes de la violencia creciente y el poder de fuego cruzado entre criminales y Estado, sino en la importancia de eliminar las fuentes principales de ese negocio: la discrecionalidad de los gastos y de la asignación de los puestos locales, la impunidad y la oscuridad con la que se otorgan contratos y licencias, y la mecánica del ciclo perverso entre dineros y votos.

Hace mucho que está haciendo falta revisar el papel que han venido jugando los gobiernos locales como refuerzo o como ancla de la acción del Estado. No sólo porque muchos de ellos están siendo capturados o amenazados por los cárteles más violentos, sino porque en muchos otros el crimen organizado reside en su propia gestión: en la forma en que los funcionarios locales se coaligan en redes para medrar con el presupuesto público y amasar verdaderas fortunas. Sin una definición actual y precisa sobre lo que debe esperarse de los gobiernos municipales y en ausencia de sistemas profesionales y de herramientas que garanticen la rendición de cuentas, es fácil que esos espacios se vuelvan enemigos de la seguridad de los ciudadanos y de la vigencia de cualquier proyecto democrático honesto.

Si alguna vez los municipios encabezaron el sueño de una democracia participativa y eficaz, dirigida por gobiernos abiertos y cercanos a la sociedad, hoy se han vuelto una pesadilla trenzada por la captura política, la corrupción y la oscuridad. Y aun así, con toda la evidencia disponible y la acumulación cotidiana de casos que prueban que el modelo municipal del país está francamente agotado, el tema no ha vuelto a las agendas políticas desde finales del siglo XX. Y eso obedece —aunque duela escribirlo— a que el negocio de la discrecionalidad en los municipios no sólo ha sido fructífero para el crimen organizado sino también para los partidos políticos y sus cuadros.

Sin embargo, hasta los peores depredadores tienen que reconocer los límites del abuso. Y en el caso municipal, esos límites ya fueron colmados. Si de veras no quiere entregarse el cimiento del edificio estatal a los criminales, es urgente rediseñar el papel asignado a los municipios y la forma de gestionarlos. Los gobiernos locales no pueden seguir siendo el juguete de corruptos y criminales.