Hay pocas cosas más difíciles que modificar patrones de conducta ya arraigados en las administraciones públicas. Las rutinas mal establecidas pueden convertirse en verdaderos virus capaces de matar a los gobiernos. Y esto es lo que ha venido sucediendo con la corrupción: conocemos bien los síntomas, pero el sistema inmunológico del régimen está averiado.
Al volver de vacaciones, comenzarán las discusiones convocadas por el Senado para diseñar las leyes que le darán vida al sistema anticorrupción. Hay quienes sostienen que fracasarán porque los poderosos cuentan con los votos suficientes para bloquear las soluciones que corten desde la raíz las causas de ese mal. Afirman que la clase política estaría dispuesta a suicidarse antes que aceptar un sistema que amenace sus fuentes ilícitas de ingreso, de clientelas y poder.
Es probable que así sea. Pero tengo para mí que el desafío principal de los debates por venir estará en el peso específico de los patrones burocráticos que se resistirán a aceptar cualquier cambio radical. Las burocracias que han aprendido sus rutinas creen que saben lo que hacen y creen que lo hacen bien, a pesar de toda la evidencia en contra. Y para atacar los virus de la corrupción en serio, esas burocracias pueden llegar a ser mucho más dañinas que los políticos corruptos. He ahí el principal defecto de las iniciativas que han presentado los partidos especialmente el PRI y el Verde para combatir la corrupción: que están escritas, o mal aconsejadas, por las maquinarias burocráticas de siempre y apoyadas en los patrones de conducta previamente establecidos.
Proponen, por ejemplo, repetir y aun empoderar más las pésimas rutinas que siguen las contralorías internas, bajo la dirección de la Secretaría de la Función Pública. No consiguen entender que eso no combatirá la corrupción ( como no lo hizo antes sino que solamente inyectará más complejidad a la administración pública. No entienden que esas contralorías son parte del problema y no parte de la solución. Y no lo ven, porque ya tienen una rutina establecida y lo que quieren es seguir haciendo lo que hacen, con fachadas diferentes.
El control interno no está diseñado para combatir la corrupción, sino para coadyuvar a que las organizaciones cumplan los objetivos que se propusieron. Si en el curso de sus actividades detectaran alguna anomalía, su tarea tendría que consistir en trasladarlas hacia las áreas de investigación, para que sean éstas (y no los contralores) quienes reconstruyan los hechos, descubran las redes de la corrupción e integren expedientes sólidos. Y lo mismo sucede con los procesos de fiscalización externa: la maquinaria burocrática quiere convertir a los órganos de fiscalización en por licías de la administración pública, cuando su función es otra: velar por que los mandatos de las legislaturas se cumplan a cabalidad. Y si en el camino de las auditorías observan desviaciones, tendrían que ser las áreas de investigación quienes se encarguen de seguir los casos, no las burocracias habituales.
Y lo mismo pasa con los registros que proponen, con las funciones que les asignan a los magistrados de la nueva sala del Tribunal de Justicia Administrativa, con los métodos de coordinación entre las instituciones y con los órganos técnicos de ese sistema, entre un largo, largo etcétera. La propuesta que han puesto en el Senado no obedece (repito: no) a los cambios ordenados por la Constitución sino a las rutinas negociadas con los aparatos burocráticos aderezadas con palabras nuevas destinadas a seguir haciendo lo mismo que ya hacen y que, a todas luces, hacen mal.
El paciente está muriendo por la receta equivocada, pero nuestros médicos no conocen otra. De modo que si no hay manera de hacerlos entender, espero que al menos vivamos hasta el último minuto con entereza y dignidad.