José Woldenberg
Reforma
12/05/2016
Comparar el clima anímico en el que trabajaba la autoridad electoral -digamos- en los noventa y primeros años del siglo XXI, con el de hoy, puede arrojar cierta luz sobre los problemas que deben enfrentar el INE y los hoy llamados OPLES (institutos locales).
Aquellos años estuvieron marcados por el escepticismo, las novedades y la esperanza. Los años que corren son de escepticismo, rutina (o novedades que no son valoradas) y malestar sordo (desesperanza).
Desde la fundación del IFE (1990) un aura rodeó su creación: la de la duda. No era para menos. El «trauma» de 1988 había sido tan profundo y se entendía como una desembocadura «natural» de un sistema electoral sesgado y manipulado por el oficialismo, que el reto mayor de la nueva autoridad electoral era el de construir, paso a paso, la confianza en la vía electoral, que debía ser un terreno de juego imparcial, equitativo, apegado a la legalidad, que permitiera la convivencia y competencia pacífica e institucional de la pluralidad política. Y por ello, en medio de un marcado recelo, se empezaron a rediseñar todos los eslabones del proceso electoral: padrón nuevo (el anterior se tiró a la basura -sin metáfora-) supervisado por los partidos, urnas translúcidas, boletas impresas en papel seguridad, listas nominales con fotografía y entregadas a los partidos, programa de resultados electorales preliminares instantáneo y desagregado casilla por casilla, tinta indeleble para evitar el posible doble voto, insaculación y capacitación de los funcionarios de casillas, facilidades a los observadores electorales y un sinnúmero de medidas más. El escepticismo fue el acicate para armar -desde cero- uno de los edificios más barrocos (churriguerescos) que en el mundo han existido en materia electoral.
Pero aquella temporada también fue de novedades y esperanzas. Existía la fe o la convicción de que un sistema de partidos fuertes e implantados modificaría la correlación de fuerzas y construiría pesos y contrapesos (hasta entonces inexistentes) en el entramado estatal. Que la auténtica competencia premiaría y castigaría, que los fenómenos de alternancia inyectarían savia fresca al enmohecido sistema de representación, que la carencia de mayorías absolutas en los cuerpos legislativos obligaría a la deliberación y al acuerdo, desterrando los caprichos de una sola fuerza política. Que esa dinámica ampliaría los márgenes de libertad, haría más robusto el debate y súmenle ustedes. E incluso se despertaron ilusiones desbordadas: parecía -por lo menos para algunos- que la democracia podía ser la llave mágica que abriera posibilidades al desarrollo, la igualdad, el abatimiento de la pobreza, la corrupción, la violencia, y fantasías igual de potentes. Por lo que cada novedad fue saludada con ánimo y vigor. Los ajustes en la maquinaria electoral no solo eran técnicamente necesarios, sino políticamente esperanzadores porque abrían cauce a nuevas realidades. Y en efecto, fueron años en que por primera vez pasaron muchas cosas. Por primera vez hubo elecciones en la capital y ganó un partido de oposición al gobierno federal, por primera vez contamos con una Cámara de Diputados sin mayoría absoluta de algún partido, por primera vez hubo alternancia en centenares de municipios, diferentes gubernaturas y en la propia Presidencia de la República, y por primera vez el Senado se equilibró de manera impensable para muchos. Y esas novedades lubricaban la confianza. (Bueno, hasta las elecciones infantiles, para subrayar los derechos de los niños y jóvenes, fueron eventos luminosos).
Hoy, por desgracia, la temperatura anímica es otra. Sigue recargada de escepticismo, porque la confianza que se construyó con lentitud, paciencia y colaboración de los partidos, fue destruida en buena medida por el invento de un fraude que a diez años nadie ha podido demostrar. Pero lo más grave es que lo que ayer fueron novedades hoy son rutinas institucionales y las novedades (que no son pocas) no se aprecian porque lo que ayer fue esperanza hoy es desesperanza. No es que los objetivos de aquella etapa no se hayan alcanzado, por el contrario, cualquier observador medio de la política puede constatar que se lograron: partidos nivelados, elecciones competidas, pluralismo equilibrado en el Congreso, fenómenos de alternancia y súmele usted. Lo que sucede es que los partidos, las elecciones, los cambios en la conducción de los gobiernos, no suscitan ya no digamos ilusión, sino siquiera expectación (bueno, exagero un poco).