José Woldenberg
Reforma
24/11/2016
Uno de los sub productos de la campaña y triunfo de Donald Trump es el de haber colocado en el centro y como eje ordenador del debate político las reales e inventadas tensiones entre los diversos grupos raciales de los Estados Unidos. Al parecer, ello le ganó las simpatías de franjas importantes de blancos, mientras la agresión fue y es resentida por las minorías, sean éstas musulmanas, latinas, asiáticas.
(Me) llama la atención y preocupa cómo de manera inercial, sencilla, “natural”, se empieza a imponer en el lenguaje una confrontación étnica: blancos contra “invasores” o “el gigante dormido, el voto latino” vs. los wasps., o lo que usted guste y mande. No es una construcción del todo artificial, tiene anclajes en la realidad, pero su explotación extrema no presagia nada bueno. Entre otras cosas, porque apelar a las identidades étnicas o religiosas como el eje fundamental que ofrece significado a la política, suele generar espirales de odio y violencia. Trataré de explicarme.
Los números hablan. En Animal Político leí que el 58 por ciento de los hombres blancos votaron por Trump y fueron mayoría en todos los grupos de edad. Mientras, el 65 por ciento de los latinos y los asiáticos votaron por la señora Clinton y el 80 por ciento de los afroamericanos sufragaron en el mismo sentido. ¿Quién puede negar que la adscripción étnica resultó significativa? No obstante, esas mismas cifras nos informan que cerca del 42 por ciento (por aquello de los otros candidatos) de los blancos votaron por Clinton y que un poco menos de 35 de cada cien asiáticos y latinos lo hicieron por Trump, y que incluso 2 de cada 10 afroamericanos sufragaron por el energúmeno. Según una indagación realizada por el consorcio Edison Research Election Poll existen otras correlaciones que son más significativas, por ejemplo, el 81 por ciento de los que se consideran a sí mismos conservadores sufragaron a favor de Trump y el 90 por ciento de los que desaprueban la gestión del Presidente Obama votó por el improvisado y frenético político. Son solo botones de muestra para ilustrar que las coordenadas políticas-políticas (valga la redundancia) no desaparecieron para ser sustituidas por completo por las raciales.
Las identidades son un asunto espinoso. No son estáticas sino cambiantes, no son unívocas y resulta delicado hacerlas unidimensionales. Amartya Sen lo ejemplificaba: “La misma persona puede ser, sin ninguna contradicción, ciudadano estadounidense, de origen caribeño, con antepasados africanos, cristiano, liberal, mujer, vegetariano, corredor de fondo, maestro, novelista, feminista, heterosexual…” y le seguía. “Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece en forma simultánea, le da una identidad particular”. Tenemos, pues, identidades plurales, aunque por supuesto no todas ellas tienen el mismo peso y significado. (Identidad y violencia. La ilusión del destino. Katz. Buenos Aires. 2007).
¿Qué hace, sin embargo, un racista? Opacar la multiplicidad de identidades y subrayar una sola (la raza), a la que convierte en el eje de su política, desapareciendo la complejidad y el colorido de la vida. Y algo similar inventan los fanáticos religiosos: construyen grandes continentes de hombres enfrentados entre sí por su credo, olvidando o minusvalorando el hecho monumental de que en cada uno de esos continentes existe una variedad de identidades.
Hemos sido testigos, a lo largo de la historia, que el reduccionismo y la explotación de identidades cerradas y confrontadas suelen instalarse con su cauda de violencia. Y ello es así, precisamente porque simplifican, “aclaran” y delimitan los campos. Ha sido relativamente fácil activar las identidades raciales (y/o religiosas) que construyen un “nosotros” frente a los “otros” y una vez que ello sucede las espirales de desencuentros, tensiones y agresiones suelen multiplicarse. Trump abrió una caja de Pandora, apeló a la supremacía blanca; sin embargo, de manera defensiva, las minorías por él agredidas pueden también subrayar la confrontación étnica. Y esa eventual espiral no augura nada bueno.
¿Será capaz Estados Unidos de restablecer como eje ordenador de la política las diferencias de apreciación y programas públicos o se instalará como su eje la pugna racial? Por cierto, no sería la primera vez.
La confrontación étnica es “fácil” de activar. Sus secuelas suelen ser devastadoras.