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El debate público

90 años de autonomía

Con la presencia del rector Enrique Graue y la participación de 30 universitarias y universitarios –entre ellos los coordinadores del evento–, la semana pasada se verificó un interesante coloquio que conmemoró la autonomía de la UNAM en cinco aristas: la nacional, la histórica, la social, la investigación y la docencia. Durante el encuentro intenté hilvanar el núcleo íntimo que une a la autonomía con la democracia.

En su conocido conjunto de ensayos sobre la Esencia y el Valor de la Democracia, Hans Kelsen propuso su original forma de clasificación de las formas de gobierno. Elaboró una clasificación cuyos opuestos derivaban del origen y sentido de las decisiones políticas. Autónoma sólo era la democracia, porque es la única forma de organización política en la que las decisiones provienen desde la voluntad libre de quienes serán sus destinatarios; las demás formas de organización política –sultanatos, monarquías, tiranías, dictaduras– eran todas heterónomas, porque las decisiones provenían desde lo alto y sus destinatarios eran simples receptores de las mismas.

Pienso que ese el quid del concepto de autonomía en su dimensión institucional. Autónoma es y sólo es aquella institución que tiene capacidad para darse normas a sí misma y, en esa medida, para regir su presente y su destino conforme a su propia voluntad. Pero –como hace mucho tiempo me enseñó José Woldenberg– autonomía no es autarquía si por esta última entendemos “dominio de sí mismo” en sentido absoluto. De hecho, el absolutismo es incompatible con la autonomía democrática porque esta –aunque parezca paradójico– es autogobierno limitado.

Así las cosas, en el ámbito universitario la autonomía adscribe a la UNAM dentro de las instituciones democráticas, porque es garantía de pluralidad, disenso, deliberación, pero también del consenso que hace a la vida democrática posible. Un consenso que presupone límites como el respeto y la responsabilidad. La vida universitaria –entonces– abreva de la disidencia, el contrapunto y el contraste, pero también se recrea en el encuentro y el acuerdo. Por ello la autocracia y la imposición son opuestas a la identidad de las instituciones universitarias autónomas.

Porque autonomía –como he recordado– tampoco es autoarquía. Como bien nos advierte Sergio García Ramírez, la autonomía –entendida como facultad normativa– “no extrae a la institución del orden jurídico nacional, pero le permite actuar con amplitud regulatoria dentro de este y contender las tentaciones externas que pretendan invadir el espacio de lo que pudiera caracterizarse como vida interna”. La bisagra es importante: la autonomía universitaria se vincula con las instituciones y normas nacionales y actúa dentro de ellas, pero, al mismo tiempo, configura un reducto vedado para la heteronormatividad. De ahí proviene otro atributo de la autonomía universitaria ya identificado por García Ramírez: el autogobierno. Un autogobierno democrático, pero que responde a las particularidades de la institución y que es de talante deliberativo.

En esta tesitura es menester vincular a la autonomía universitaria con las libertades de cátedra, investigación y difusión. Este es el ámbito en el que mayor sentido tiene pensarla, porque la mejor manera de afianzar esa autonomía no reside en reivindicarla sino en ejercerla, y el mejor nicho para hacerlo es aquél que justifica su reconocimiento. Ese nicho es el cumplimiento de la razón de ser de la Universidad: pensar, investigar, discutir, enseñar, difundir. Esos son los verbos que encapsulan ese quehacer en los que la autonomía se explica y se recrea y deja de ser adjetiva para potenciar la actividad sustantiva del quehacer universitario.

Cuando se dice que la Universidad es crítica por naturaleza se afirma precisamente esa veta fundamental: para ser lo que debe ser, la Universidad debe utilizar la crítica y la autocrítica como instrumento que expresa su autonomía y, a la par, como ancla que justifica su función social. No se puede criticar desde la dependencia, ni investigar desde la sumisión. Tampoco se puede divulgar bajo la amenaza de la censura. De nuevo la oposición teórica entre autonomía y heteronomía –entre libertad positiva e imposición– emana con nitidez práctica. La Universidad es una universidad porque es autónoma y no al revés.

Sus límites son el rigor metodológico, la imparcialidad de criterio, la honestidad intelectual, la responsabilidad social, la ética de la responsabilidad.