Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
20/08/2020
Han pasado 10 años y seguimos si saber exactamente qué pasó en San Fernando, Tamaulipas. Entonces fueron hallados los cuerpos de 58 varones y 14 mujeres fusilados. Las autoridades se enteraron, según nos han dicho en la fragmentaria narración de los hechos que conocemos, por un superviviente que salvó el pellejo porque pasó por muerto y no lo ultimaron los asesinos que masacraron al grupo de centroamericanos, ecuatorianos e incluso un indio. Todos ellos, suponemos, migrantes que aspiraban a alcanzar el sueño americano, a superar la miseria, que creyeron posible un futuro mejor y acabaron en un inhóspito llano del semidesierto mexicano, víctimas de una guerra en la que ni la debían ni la temían.
Eran los tiempos de Felipe Calderón y el asesinato masivo se atribuyó a Los Zetas, el grupo paramilitar al que el Gobierno que nos sumió en esta delirante espiral homicida decidió exterminar poco después. Aquellos 72 no son los únicos fantasmas que pueblan ese valle, campo de batalla entre organizaciones criminales y entre estas y el Gobierno. Después se han encontrado fosas clandestinas en la zona llenas de cuerpos, parte de las decenas de miles de desaparecidos que ha dejado el conflicto militar interno en el que estamos atrapados, sin que los sucesivos gobiernos quieran reconocer otra cosa que enfrentamientos entre grupos de delincuentes que “se matan entre ellos” o que atacan a los convoyes de las fuerzas federales y, curiosamente, acaban todos muertos.
Las explicaciones simplonas dadas entonces por las autoridades no pasaron de que fueron masacrados porque no quisieron unirse a la banda o que Los Zetas quisieron dejarles claro a los traficantes de personas que eran ellos y no los rivales del cártel del Golfo quienes ocupaban ese territorio y, por tanto, era a ellos a los que debían pagar por usar el corredor. Por supuesto, la investigación quedó trunca, nunca se supo a ciencia cierta lo ocurrido y nunca se procesó a ningún culpable, como ocurre en la mayoría de los casos de crímenes atroces que la guerra perpetua va dejando. Como suele ocurrir, fue el Ejército el primero en llegar a la escena y, como siempre, su falta de capacitación para recoger evidencias y preservar la escena destruyó las pistas posibles para perseguir a los autores del horror.
Diez años y el hecho ha quedado solo como una más de las barbaridades a las que los mexicanos parecemos acostumbrados, porque, como ocurre en toda guerra, la vida continua y la enorme capacidad de adaptación humana acaba por hacer que parezca normal lo horrendo. Según la Fundación para la Justicia y el Estado de Derecho, en ese municipio se hallaron al año siguiente 48 fosas clandestinas con 196 restos y, de acuerdo con el seguimiento que hicimos en el Programa de Política de Drogas del CIDE de las ejecuciones durante el Gobierno de Felipe Calderón, durante 2011 hubo más de 250 ejecuciones en aquella zona.
Ana Lorena Delgadillo, directora de la fundación a la que me he referido, cuenta que la tragedia de los 72 migrantes siguió para sus familias, a las que las autoridades mexicanas entregaron cuerpos equivocados y las identificaciones y las repatriaciones de los restos se hicieron de manera desordenada, sin información a los familiares, al estilo predominante en la justicia mexicana.
Una década después todo sigue igual. La guerra continúa, las zonas de conflicto han cambiado, pues ahora son Colima y Guanajuato los estados donde se encuentran los campos de batalla, y las autoridades siguen atribuyendo las muertes a enfrentamientos entre los grupos criminales o a agresiones repelidas por las fuerzas armadas o las policías. Las investigaciones siguen quedando inacabadas y se siguen haciendo de manera desaseada, los implicados nunca llegan a juicio y muchas veces ni carpetas de investigación se abren. La ineficacia estatal es abrumadora y el desdén de los gobiernos por los muertos es insultante. A los políticos les basta con decir que se trata de muertos malos, pero los de San Fernando, como muchos otros, fueron víctimas indefensas de una situación de la que el culpable es, sin dudarlo, el Estado mexicano que, si no es ya fallido, sí es muy fallón.
La violencia en la que estamos sumidos es producto de la falla del Estado, pero también resultado de políticas equivocadas. Por una parte, ha sido la descomposición de los mecanismos de reducción de la violencia propios del régimen del PRI, relativamente eficaces pero corruptos, basados en la venta de protecciones particulares y la negociación con la desobediencia de la ley, con las que los que las autoridades mantenían la paz y, al mismo tiempo, se enriquecían. En lugar de que el proceso democratizador impulsara la sustitución de aquella manera de hacer las cosas por un orden basado en la ley, la investigación de los delitos y el debido proceso, Calderón decidió dejar en manos de las Fuerzas Armadas el control territorial y tanto Peña Nieto como López Obrador no hicieron otra cosa que emularlo.
Y detrás de todo está la aberrante política de prohibición de las drogas, que le puso en bandeja a las organizaciones criminales un jugoso negocio, gracias al cual se pudieron armar y reclutar ejércitos con los que ahora controlan territorios incluso con mayor eficacia que las autoridades legalmente constituidas. Desde luego, resuelven sus controversias a balazos, mientras las fuerzas de seguridad del Estado tampoco son capaces de enfrentarlas con otros instrumentos que las armas. Este Gobierno ha decidido seguir por esa ruta, que conduce al despeñadero. Mientras, la justicia para las víctimas seguirá pendiente y seguiremos acumulando muertos y desaparecidos, muchos de ellos producto de la arbitrariedad del propio despliegue militar.