Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
07/09/2017
Si la política no tuviera consecuencias distributivas, nadie la haría. Así nos decía Adam Przevorski en alguna de sus magistrales clases de un curso del verano de hace 25 años en El Escorial. En efecto, uno de los motores principales de la actividad política es influir en la distribución de la riqueza. Las diferencias programáticas entre derecha e izquierda, al menos en teoría, están marcadas por los grupos a los que se pretende beneficiar: cortes de impuestos para los ricos o ampliación de la cobertura social, por ejemplo.
Sin embargo, hay otra dimensión distributiva que suele mover más a los políticos: la de la captura del botín de recursos, cargos y rentas para beneficio particular. De hecho, la historia del desarrollo de los regímenes representativos, desde la Revolución Gloriosa en la Inglaterra de final del siglo XVII, y de la democracia moderna ha sido, en buena medida, la historia de la creación de limitaciones a la apropiación de los recursos públicos por los autócratas y sus coaliciones estrechas de intereses.
En México, sin embargo, el surgimiento de la competencia plural parece más bien marcado por la rebatiña por el control de parcelas de rentas, en lugar de ser el detonante de un sistema de rendición de cuentas, de pesos y contrapesos que eviten la utilización del poder en beneficio particular de individuos o grupos. Dos décadas de competencia electoral plural, aunque limitada, han derivado en una lucha descarnada para determinar quién se queda con qué pedazo del pastel representado por los impuestos y la capacidad de repartir prebendas y contratos.
El Estado mexicano de la época clásica del PRI –ese que se consolidó después del pacto de elites de 1946 entre la cúpula empresarial y los operadores de las redes de intermediación y clientelas que se habían hecho con el poder dos décadas antes– se basó en la venta de protecciones particulares a los grupos de interés favorecidos, a cambio de tajadas de las ganancias obtenidas de un mercado cerrado, con los movimientos sindicales y campesinos controlados, lo que permitía garantizar salarios bajos y productos agrícolas subsidiados con la miseria de los trabajadores del campo. La disciplina política férrea se lograba gracias a dos mecanismos eficaces: los obstáculos mayúsculos a la organización política independiente, debido al sistema de registro de partidos políticos para participar en elecciones controladas y sin competitividad alguna, y al reparto de empleo público con patente para medrar con la utilización privada de las prerrogativas del cargo, aunque fuera una ventanilla de atención al público en una oficina de gobierno (o un puesto de policía).
La crisis que estalló en 1982, después de más de una década de gestación, fracturó a fondo el acuerdo vigente durante casi cuatro décadas. Primero el Partido Acción Nacional, consolidado como socio menor del pacto periclitado, creció gracias a que pudo canalizar el descontento de parte del empresariado económico y de las capas medias conservadoras. Después, en 1988, el propio partido del régimen se rompió y una parte relevante de sus redes tradicionales de intermediación optaron por la salida, se aliaron a la izquierda hasta entonces casi marginal y retaron electoralmente al monopolio político, gracias a la liberalización relativa del régimen iniciada en 1977. Todo parecía indicar que el camino a una democratización plena, que condujera a un cambio sustancial del arreglo institucional y diera paso a un régimen abierto y con contrapesos, había comenzado.
Finalmente, en 1996 se dio el siguiente pacto de elites entre las fuerzas crecidas a partir de la crisis del monopolio del PRI. Nuevas reglas para competir por el poder con base en el voto popular. Sin embargo, los pactantes no fueron actores emergentes, nuevas expresiones políticas de una sociedad cada vez más ciudadana y menos corporativa y clientelar, sino diversas expresiones del viejo arreglo, con sus viejas maneras de hacer las cosas, y con la misma visión de lo público como un espacio de conquista. Los grupos interesados en hacer una política programática y en la construcción de un espacio público concebido como terreno para el bienestar y la convivencia colectiva quedaron excluidos del nuevo acuerdo, tanto por el regreso a reglas de registro de partidos poco propicias para las expresiones no clientelistas, como por la naturaleza misma de los partidos pactantes, esencialmente redes de operadores sin espacio para el debate de las ideas y el crecimiento de personalidades políticas sin base clientelar.
El pacto de 1996 devino en una competencia por la captura de parcelas de rentas e influencia para la apropiación personal y el reparto entre las huestes. No fue un acuerdo de reforma del Estado, para convertirlo en una organización pública abierta al escrutinio, capaz de cumplir con sus tareas de manera eficaz, con base en el conocimiento experto, donde la política sirviera de criterio rector; fue, en cambio, un concierto distributivo donde el voto sirve para sancionar la apropiación particular de las fuentes de recursos. De ahí el empeño en la movilización de las clientelas a cambio de dádivas; por ello la inversión ingente de recursos en las campañas, pues la tasa esperada de retorno es muy superior al dinero legal e ilegal que se gasta en la pugna por los sufragios.
Todos los días nos enteramos de algún episodio de latrocinio. La estupenda sistematización hecha pública esta semana por Animal Político no es más que otra muestra de las taras congénitas de un Estado que no se ha reformado en lo esencial desde su nacimiento. Sin embargo, las bases del pacto de 1996 se han deteriorado sustancialmente. Los pactantes de entonces viven distintos grados de crisis. El PRI ve aumentar día a día su desprestigio y busca a la desesperada protegerse las espaldas. El PAN se parte en la lucha intestina por seguir siendo medianamente relevante, después de sus fracasos gubernamentales. El PRD se enfrenta a la marginalidad a la que de seguro lo conducirán sus palos de ciego después de la fractura de López Obrador y la hemorragia imparable que le provocó. Tal vez la nueva crisis política que muy probablemente abran las próximas elecciones sea la oportunidad para, ahora sí, llegar a un acuerdo que reforme el Estado y termine con el sistema de botín.