José Woldenberg
El Universal
05/01/2021
Ojalá lo sucedido en Argentina se convierta en una ola expansiva en América Latina. Lo acaecido en aquel país en relación a la despenalización del aborto es promisorio en sí mismo, pero además debe y puede convertirse en un precedente que estimule un proceso para subrayar que la decisión de interrumpir un embarazo —en las primeras semanas de gestación— es de las mujeres y solo de ellas. Se trata de dejar atrás la insensata y perniciosa costumbre (en término de vidas y sufrimiento) de perseguir a las mujeres que interrumpen voluntariamente su embarazo.
La cuestión central no es aborto sí o aborto no. Lo que hemos tenido ante nuestros ojos y lo seguiremos teniendo es el dilema siguiente: o las interrupciones de los embarazos se realizan en forma clandestina, poniendo en riesgo la vida de las mujeres, o se permite que sean atendidos por profesionales de la salud y se hagan a la luz del día. Solo desde la ceguera o la insensibilidad puede omitirse el hecho contundente de que todos los días se practican abortos y que ninguna disposición legal ha podido desterrarlos. De tal suerte que el dilema enunciado no puede evadirse.
Se trata de un recurso extremo pero necesario cuando la mujer ha decidido —por razones que solo a ella incumben— interrumpir el proceso de gestación en las primeras semanas. Y esa decisión debe convertirse en un derecho, que, por supuesto se puede ejercer o no, estableciendo la obligación del Estado de prestar asistencia médica, y al margen de las prescripciones que emergen de los diferentes credos religiosos (recordemos, porque es necesario, que somos una república laica).
La experiencia de la Ciudad de México está a la vista y es ejemplar. Desde 2007 se han practicado más de 200 mil abortos asistidos por personal médico en clínicas especializadas sin que se reporten muertes maternas. Se han atendido casos de mujeres de la ciudad, por supuesto, pero también de otros estados. Se utilizan diferentes técnicas, pero las mujeres saben que están siendo atendidas por personal calificado. Es decir, en las antípodas de los abortos que se llevan a cabo sin la atención necesaria y escondiéndose de las autoridades.
Parece necesario insistir que el derecho a interrumpir el embarazo a nadie obliga. Incluso en Argentina se estableció la objeción de conciencia para el personal médico cuyas convicciones no les permitan participar en esa acción. Pero que pocas o muchas personas estén contra ese recurso no debería ser obstáculo para convertirlo en derecho. Entre nosotros hay algo que no se acaba de entender de manera cabal. Y en esa posición parece estar nuestro presidente: que los derechos lo son precisamente para que nadie —nadie— pueda conculcarlos. Son garantías individuales —como se decía antes— que colocan un dique para que la decisión personal no sea vulnerada ni por el Estado ni la Iglesia ni por otros particulares.
Nota final: por supuesto que el aborto voluntario es un recurso último. Antes, todas las personas deberían contar con información suficiente y acceso a los anticonceptivos que impiden los embarazos no deseados. Las campañas de información deberían tener una mayor presencia en las escuelas y los medios y los anticonceptivos deberían ser accesibles. Recordemos que, desde la aparición de la píldora anticonceptiva, se alcanzó una de las transformaciones más sobresalientes en la vida de hombres y mujeres: la posibilidad de escindir el placer de la reproducción.