Vale la pena comenzar desde lo básico. Un Estado laico es la condición institucional que permite a las personas ejercer su libertad de conciencia –ya sea para abrazar un credo religioso o para no abrazar ninguno– y, a la vez, garantiza que nadie sea discriminado o excluido por sus creencias personales. La clave reside en dos cuestiones fundamentales. Primero, el Estado no debe privilegiar a una iglesia sobre otras; segundo, las iglesias no deben colonizar el espacio público.
Este arreglo básico –que en nuestro país fue madurando desde el siglo XIX y quedó plasmado como uno de los atributos propios de nuestra República en el artículo 40 constitucional desde 2012– está detrás de la norma que impide a las asociaciones religiosas usar o explorar medios de comunicación electrónicos o de telecomunicaciones. La lógica detrás de esta prohibición ha sido explicada de manera diáfana por la Asociación Mexicana de Derecho a la Información (Amedi) en un comunicado:
“…Los medios electrónicos cumplen una misión social de servicio público y no de adoctrinamiento político o religioso”. Además, como bien establece el artículo 3º constitucional: “Los contenidos educativos que transmiten la radio y la televisión se basarán en los resultados del progreso científico, lucharán contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Más adelante la propia Amedi remata con tino: “Una emisora de índole religiosa es, por definición, adoctrinante, basada en actos de fe y no en evidencias científicas del progreso humano, parcial y excluyente, todo lo contrario a nuestros fundamentos constitucionales”.
Esto último merece subrayarse. El pueblo de México, a lo largo de su historia, ha definido el modelo constitucional que quiere para su Estado. Ese modelo está plasmado en normas que deben respetarse y observarse, en particular por las autoridades. De ello dependen nuestros derechos fundamentales y las condiciones que hacen posible una convivencia civilizada entre personas que legítimamente piensan distinto. Basta con mirar lo que sucede en Brasil para sopesar las consecuencias nefandas que tiene para la agenda de la igualdad –en materia de creencias, de género, de diversidades varias– cuando las iglesias se apoderan de los medios masivos de comunicación.
Es verdad que desde hace años los gobernantes mexicanos han claudicado en la defensa del Estado laico. Lo hizo Vicente Fox desde su toma de protesta, también Felipe Calderón miró para otro lado cuando los jerarcas de la Iglesia católica comenzaron a entrometerse en política, y remató Enrique Peña Nieto con concesiones varias a la misma Iglesia, que incluyeron otra visita más de un Papa a nuestro país. De esta manera, poco a poco, nuestra laicidad se fue reblandeciendo.
Ahora la llamada 4T podría ir más lejos. No sólo estrenó al gobierno con un acto místico-religioso en el Zócalo de la capital, sino que ahora el presidente hace un giño a las iglesias de lo más preocupante: “Que haya libertades también en medios para que todas las creencias se expresen, porque siento –esto es muy personal– que no perjudica”. En un sistema con el grado de presidencialismo al que estamos regresando, esa sola declaración es un atentado al Estado laico. Los dichos del titular del Poder Ejecutivo –más nos vale seguir insistiendo en el punto– no son los de un ciudadano de a pie. Se trata de la máxima autoridad del país y, para muchos, sus convicciones son órdenes.
Nadie niega la libertad de todas las personas para expresarse y para externar sus convicciones religiosas –si es que las tienen– pero, como bien advierte la Amedi en el comunicado al que ya he aludido, reconocer la libertad de culto y la tolerancia a los actos devocionales no es incompatible con exigir que las asociaciones religiosas “se mantengan alejadas de los medios de comunicación electrónicos”. De nueva cuenta: nuestra Constitución es el receptáculo normativo en el que caben esas piezas sin que unas anulen a las otras. La libertad personalísima de abrazar un culto determinado y el derecho a profesarlo en comunidad de creyentes son bienes que merecen protección, pero también lo es el derecho a no profesar religión alguna y a vivir en un país en el que nadie es adoctrinado en la radio y la televisión ni discriminado por pensar o creer en lo que quiera. Esa es la esencia de la laicidad de la que Benito Juárez fue un promotor incansable.