Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
08/02/2016
Fito ya era famoso cuando lo conocí. Lo era, en aquel entorno acotado por las convicciones y quizá sobre todo las ilusiones compartidas que constituía la izquierda no comunista. En ese ambiente, dominado por suspicacias políticas y también personales, ensombrecido por la persecución gubernamental y orientado a pesar de todo por la convicción irrevocable y arrogante de que teníamos la razón, Adolfo Sánchez Rebolledo contaba con una autoridad categórica.
La tenía por su trayectoria, cercana al activismo estudiantil, pero nunca confinada a la universidad. El respeto y la interlocución que encontraba en variados segmentos del mundo político le permitían, a diferencia de otros camaradas, tener una apreciación menos ensimismada del panorama de las izquierdas y de lo que comenzaba a ser denominado como el movimiento popular. Además de su biografía, pero desde luego gracias a ella, era dueño de una sensatez distinta y distante de los arrebatos tan inherentes a la política contestataria.
En toda discusión, y aquellos eran días de larguísimas cuan tormentosas reuniones para aquilatar la coyuntura local, nacional y galáctica si se podía, la de Sánchez Rebolledo era una voz mesurada. A cada propuesta, y abundaba el aventurerismo, reclamaba el examen de nuevos ángulos, incorporaba reparos en los que casi nadie atendía. Habría que ver, vámonos con cuidado, hay que pensarlo, eran desde entonces advertencias frecuentes del invariablemente preocupado Fito.
Mientras algunos escribíamos textos instantáneos, por lo general colmados de adjetivos y conclusiones perentorias, Fito se tomaba tiempo, tanteaba cada argumento, corregía una vez y otra más porque siempre ha estado convencido de que lo que se dice no se lo lleva el viento, sobre todo cuando se deja por escrito. En esa actitud manifestaba un intenso respeto por la palabra y, de esa manera, por el registro histórico que constituía cada frase. Se trataba de una precaución estilística, pero antes que nada política, que resultaba angustiosa para quienes buscábamos el texto rápido, contundente y que estuviera de inmediato en la calle. Fito quería explicar las cosas cuando a muchos de nosotros nos interesaba, antes que nada, denunciar y arengar.
Antes de conocerlo, para mí ya era una leyenda en ese entorno. Los amigos que me llevaron a Punto Crítico hablaban con reverencia de Fito igual que de otros dos o tres dirigentes de aquella revista que era, antes que nada, grupo político. Lo veíamos como a un viejo sabio, con una experiencia política que se manifestaba en sus explicaciones ponderadas y enteradas. No advertíamos que apenas tenía 30 años.
Estábamos a comienzos de los años 70. Yo no tenía con Fito la familiaridad que me permití más tarde. Pero desde entonces, al escucharlo en reuniones de la redacción, me llamaba la atención su insistencia para mirar a los acontecimientos en perspectiva, más allá de las premuras o las sorpresas de la coyuntura política. Esa actitud parecía contrastar con el oficio de periodista que practicaba. Se supone que a los periodistas los consume la pasión por la novedad. Fito era profesional de la información, pues se desempeñaba como corresponsal de agencia de noticias. Pero no lo sujetaba la urgencia, sino el afán de consistencia periodística. Después de todo, a Lenin cuando le preguntaron a qué se dedicaba dijo que era periodista.
Fito lo fue toda su vida. También fue militante y dirigente político, productor de televisión, editor de revistas y libros. Alguna vez abrigó vocación de antropólogo que nunca abandonó porque en sus descripciones había un afán por los rasgos, los rostros, la biografía, en fin, de las personas, que parece cultivado en la etnografía. También fue videasta y fotógrafo aficionado, poeta de versos encendidos y alguna vez le dio por cultivar cactos.
En aquellas épocas su consabida cautela, que me aventuro a suponer era una forma de auto contención frente a una realidad agresiva y testaruda, solamente se fracturaba en la disipación de las parrandas y los convivios. Pero ni siquiera entonces le daba por la estridencia. En contraste con quienes resbalábamos en la bulla, Fito solía conservar una sorprendente prudencia. Casi siempre.
Circunspección: ésa es la palabra. Ese talante era una forma de compromiso, a la vez que de realismo y responsabilidad. Con meticulosidad, reunió y comentó los textos de Fidel Castro para la antología que Editorial Era publicó a fines de 1972. Con esa actitud formó parte destacada del comité editorial de Cuadernos Políticos y, a fines de los 70 y durante varios memorables cuan difíciles años, dirigió Solidaridad.
La relación con Rafael Galván marcó a Fito igual que a muchos, pero a él antes que a varios de nosotros. A quienes llegamos alrededor de 1975 a la entrañable casona en Zacatecas, en la colonia Roma, don Rafael nos recibió con una curiosidad que sólo después daría paso al afecto. A Fito, en cambio, lo trataba como el antiguo camarada que era desde tiempo atrás. No fue difícil, por eso, que delegase en él la tarea de hacer su revista, el instrumento de propaganda y discusión que había animado la lucha de los electricistas democráticos.
Aquellos días de Solidaridad eran de entusiasmo alborotado por las vicisitudes de la insurgencia sindical y ––para mí–– de un vivo aprendizaje tanto en la confección de la revista como en las tertulias, a veces ya muy noche, en las que Fito era un memorioso extraordinario. También, debo decirlo, trabajar con él llegaba a ser desesperante. La ya mencionada escrupulosidad para preparar sus textos me obligó en más de una ocasión a, literalmente, arrebatarle las cuartillas que él seguía corrigiendo con obsesivos miramientos. La revista tenía que entrar a prensa.
Siempre a la izquierda, Fito protagoniza, ilustra y padece, pero también vive y goza, el tránsito de las convicciones revolucionarias a las ilusiones democráticas (¿o habrá que decir al revés, si es que las ilusiones eran aquellas y las convicciones se cifran en esta parsimoniosa, tangible pero a ratos tan desalentadoramente insuficiente democracia que hemos contribuido a construir?). En ese rumbo, Sánchez Rebolledo transita del deslumbrante y doloroso 68 a la izquierda independiente y luego al sindicalismo incluso práctico durante su participación en el SUTIN; de la ruptura en Punto Crítico a la construcción del efímero y mítico Movimiento de Acción Popular y de inmediato al PSUM, en donde fue miembro de la dirección nacional, candidato a diputado y subdirector de Así Es –el semanario de presuntuoso nombre que condensaba tensiones y regateos en aquella nueva experiencia partidaria–. De allí, marcha hacia la pasión en el combate a la pobreza en Alcozauca, la construcción del Instituto de Estudios para la Transición Democrática, la desdichadamente breve aventura en Democracia Social, la ejemplar década de Nexos TV con Rolando Cordera, las lecciones de agudeza que desde 1988 ofrecieron sus artículos de los jueves en La Jornada. Las opiniones políticas de Fito eran públicas y por eso discutibles; a veces discrepé de algunos enfoques, cuando su generosidad lo llevaba a condescender demasiado con errores y dislates de nuestras izquierdas.
En los años recientes Fito hacía en Cuernavaca El Correo del Sur, un suplemento en donde la cultura es política y viceversa y en donde volcó experiencia y convicciones, así como propuestas de gusto literario y plástico, en un menú que en buena medida se nutría de sus hallazgos en línea —era experto y obsesivo cibernauta—. En ésa, como en cada una de sus tareas públicas, desplegó la cautela analítica, la explicación por encima del juicio drástico, la obstinación para aquilatar cada circunstancia, que constituyeron a la vez un tamiz político y una postura moral.
En estos tiempos recientes, de ideologías deslavadas y de coordenadas políticas desfiguradas por el pragmatismo, Fito mantuvo un ejemplar empeño para estar y creer en la izquierda. Eso fue siempre, un hombre de izquierda. De él, para él, podemos decir lo que él mismo escribió para un discurso en el quinto aniversario del PSUM en 1986: “Dedico estas palabras a mis compañeros de todas las épocas que supieron conservar la alegría de vivir, a los que a pesar de las dificultades, los desaciertos y los fracasos mantienen la ilusión de cambiar la vida… a todos los que aprendieron más de México, del pueblo y sus necesidades de lo que creyeron enseñarle, a quienes hallaron en la diversidad su elemento, la justificación íntima para la tolerancia democrática y la savia para la crítica necesaria”.
De esa madera, forjada en el reconocimiento de una realidad que no nos gusta, pero en la que con todo y pese a todo es posible alegrarse de la vida y con ella, fue nuestro querido Adolfo Sánchez Rebolledo.
En abril de 2012, cuando estaba por cumplir 70 años, sus amigos hicimos un pequeño libro, de circulación muy modesta, en homenaje para Adolfo Sánchez Rebolledo. Allí apareció una versión inicial de este texto que con enorme tristeza he revisado con motivo de su muerte, ayer domingo.