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CONTRA LA PERSECUCIÓN DE LA CIENCIA Y LOS CIENTÍFICOS El debate público

Alergia a la ciencia

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

27/09/2021

En la era del Gran Hermano no hay sitio para la ciencia. Ni siquiera se le nombra. En el newspeak de 1984, según el relato de George Orwell, “no hay palabra para ciencia”. Explica: “El me?todo empi?rico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos cienti?ficos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc”, el pensamiento único en aquella novela. El Ministerio de la Verdad no requiere, ni admite, el contraste que significan el razonamiento, la discrepancia, la duda.

La ciencia es observación y experimentación, hipótesis y verificaciones pero sobre todo reflexión y, por lo tanto, crítica. El populismo, que postula verdades incuestionables porque son dictadas por un líder que se ha adjudicado la representación del pueblo, es alérgico a la ciencia.

Populistas y autoritarios, demagogos y fanáticos, coinciden en el recelo al conocimiento científico. Los terraplanistas y los negacionistas del cambio climático, están sintonizados en su grotesca ignorancia con los antivacunas y con los mentecatos que se niegan a usar cubrebocas. Todos ellos abominan de la ciencia, rechazan advertencias y experiencias documentadas por el conocimiento, se niegan a reconocer evidencias que cuestionan sus prejuicios, sus temores o creencias. Cuando se hace dogma de la ignorancia, se legitiman la insensatez y la irresponsabilidad. Cuando ese dogma es sostenido desde el poder político, involucionamos al oscurantismo.

Ojalá hubiera exageración en la frase anterior. Oscurantismo es, de acuerdo con la RAE: “Oposición sistemática a la difusión de la cultura” y “Defensa de ideas o actitudes irracionales o retrógradas”. La persecución a científicos y a sus instituciones, la cancelación de proyectos de investigación, la suspensión en el pago de becas, la abolición de contrapesos en las decisiones de política científica, la promoción de una pretendida “ciencia popular” sustentada en demagogia y populismo, forman parte de una misma actitud. Los tres países con más fallecimientos por Covid-19 —Estados Unidos, Brasil y México— han tenido presidentes que negaron la gravedad de la pandemia, propusieron remedios embusteros para enfrentar al virus y boicotearon el empleo de cubrebocas.

Al poder autoritario le incomodan el raciocinio, el cotejo de argumentos y datos, la desconfianza a verdades pretendidamente absolutas. Al líder populista le irrita la deliberación porque lo suyo no es el contraste de ideas sino la fe de los seguidores. Al populismo le gusta tener adeptos con doctorado que le aplaudan y avalen pero que no lo cuestionen. A los diagnósticos que coinciden con sus propuestas el populismo los ensalza porque podrá decir que expresan la voluntad del pueblo, es decir, los intereses o caprichos del líder.

La desconfianza hacia la ciencia es consustancial a un pensamiento esquemático y binario, que se pretende exclusivo. La ciencia tiene aspiraciones e implicaciones universales pero no es una ocupación a la que todos se puedan dedicar. La ciencia es practicada por una minoría y al populismo ese carácter elitista le da pretexto para fomentar la desconfianza hacia ella.

Los estadistas reconocen la relevancia del quehacer científico. Los populistas recelan de ella. Las naciones que apuestan al futuro invierten en ciencia. En los regímenes populistas el esfuerzo presupuestario para la ciencia es mínimo. Al gobernante populista le interesa únicamente la que considera que es ciencia “aplicada”, como si pudiera existir apartada del conocimiento teórico.

El discurso populista propaga afirmaciones que no se sostienen en hechos y que pretende sean admitidas sólo porque las dice el líder. El profesor Silvio Waisbord habla de una “comunicación post verdad” que, dice, “deja al descubierto el derrumbe del modelo racionalista moderno de una manera bien definida y aceptada para decir la verdad como una tarea comunicativa compartida y sustentada en la razón y la ciencia” (Communication Research and Practice, 2018).

Razón y ciencia son cáusticas para las creencias que articulan el discurso populista. Enfrentado a ellas, el populismo propicia la desconfianza hacia el conocimiento. La polarización que impulsa el populismo debilita las reservas racionales de la sociedad.

El politólogo holandés Roderik Rekker ha estudiado los efectos de la polarización política sobre la percepción pública de la ciencia y estima que los ciudadanos que se allanan a posturas populistas “tienen más probabilidades de creer en soluciones políticas simples y, por lo tanto, de respaldar teorías de la conspiración como las que a menudo se encuentran detrás del rechazo a la ciencia… la retórica anti élite puede activar actitudes anti intelectuales que están estrechamente asociadas con el rechazo a la ciencia” (Public Understanding of Science, febrero de 2021).

El líder populista se considera amenazado por la libertad del quehacer científico. Carlos Bravo Regidor explica que los científicos, “representan una voz independiente, con solvencia y prestigio propios, no sometida a los vaivenes del capricho presidencial. Una voz con capacidad de someter a escrutinio, de criticar, de señalar desde el espacio de la sociedad civil las responsabilidades de un gobierno que miente, que entrega muy malas cuentas, que no está dispuesto a aceptar que nadie pueda llevarle legítimamente la contraria” (Reforma, 23 de septiembre).

Un país que persigue a sus científicos no tiene más rumbo que el despeñadero. Umberto Eco describió así uno de los rasgos del fascismo eterno, al que llamaba “ur-fascismo”: “El espíritu crítico realiza distinciones, y distinguir es señal de modernidad. En la cultura moderna, la comunidad científica entiende el desacuerdo como instrumento del progreso de los conocimientos. Para el ur-fascismo, el desacuerdo es traición.” (Contra el fascismo, Lumen, 2018).

El derecho al desacuerdo está en la médula de la democracia. Defender a nuestros científicos es negarnos al oscurantismo.