Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
21/11/2022
Las palabras no crean la realidad, pero pueden contribuir a desfigurarla. Los insultos jamás reemplazan a los argumentos y son un recurso para eludirlos. Las reiteradas injurias que el presidente López Obrador endereza contra quienes rechazamos su contrarreforma electoral y marchamos en la enorme movilización del 13 de noviembre expresan su desesperación, pero también la irresponsabilidad con la que gobierna.
Las descalificaciones son parte de la vida pública. En un clima atribulado por la estridencia, no es infrecuente que diversos actores políticos intenten desacreditarse unos a otros. La pobreza del intercambio público favorece la denostación, que termina por cancelar la controversia indispensable en toda sociedad democrática.
A las ideas, se les puede discutir. Con los improperios, no hay nada que hacer excepto recordar que definen a quien los dice, o responder con otros más. Las manifestaciones del 13-N, en todo el país, lograron cancelar la contrarreforma de López Obrador. Ahora intenta replicar con una marcha en homenaje a sí mismo e impulsa cambios anticonstitucionales en leyes secundarias. A sus críticos, les responde con insultos.
El presidente se extralimita cuando insulta desde su posición política y mediáticamente privilegiada. Ultraja, zahiere y miente utilizando recursos públicos en la promoción de posiciones facciosas. No ejerce su libertad de expresión, porque un requisito para ello es respetar la libertad de los demás y no lo hace al cancelar el debate público.
Un gobernante auténtico propone y decide medidas de política pública para toda la sociedad. No puede esperarse que todos estén de acuerdo con todas sus disposiciones, pero sí que respete y, cuando se le interpela, que responda a las discrepancias que puedan suscitar.
Un demócrata, cuando se encuentra en el poder, gobierna para toda la sociedad y no sólo para sus incondicionales. López Obrador es un gobernante populista que en vez de reconocerse como presidente de todos, escinde a la sociedad. Ahora lo hace de la manera más vulgar posible, con autocomplacientes chascarrillos, calumniando a quienes no le aplauden.
El presidente renuncia al deber que tiene para orientar a la sociedad. Del gobernante en una sociedad democrática no se esperan decretos incontestables, sino propuestas para ser enriquecidas en la discusión plural. Un gobernante demócrata propicia la pedagogía pública de las ideas y el reconocimiento del disenso. Un líder populista, en cambio, elude el debate y, cada vez que puede, lo emponzoña. El populismo les teme a los argumentos, a la deliberación y a la esfera pública.
El escarnio y la ofensa, cuando dominan el discurso y particularmente cuando se prodigan desde la tribuna más visible del país, propician la lumpenización del debate público. Federico Finchelstein, estudioso de los síndromes autoritarios en la historia política reciente, ha escrito acerca de la retórica excluyente de los caudillos fascistas: “El líder fascista es un narcisista radical que anhela que lo quieran más allá de los límites de la ley”. El fascismo alienta una versión epopéyica del líder. En esa apreciación egocéntrica se justifica la política autoritaria y “la voluntad del líder aparece como la encarnación de la metáfora paterna”.
Los caudillos, añadimos, no se toman la molestia de explicar. Sus caprichos buscan convertirlos, sin chistar, en políticas de Estado. Cuando hay quienes se les oponen, reaccionan con medidas de fuerza o, como niños berrinchudos, haciendo pataletas. Finchelstein acude a Freud para explicar el comportamiento del líder autoritario que sobreestima su propia capacidad para cambiar al mundo: “Freud argumentó que esta mentalidad era típica ‘en nuestros niños, adultos neuróticos, así como en las personas primitivas’. Igual que con ellos, el fascismo, ajeno al principio de realidad, niega el poder del discurso, del diálogo y del lenguaje, y propone el sacrificio y la violencia como medios y fines para lograr su culto político” (Fascist Mythologies. Columbia University Press, 2022). No abundamos aquí en las intersecciones de fascismo y populismo. Únicamente destacamos, de ambos, el discurso excluyente, la promoción de un fanatizado pensamiento único, la simplificación argumental y el soez desdén hacia sus oponentes.
Ese autor cita a Jorge Luis Borges cuando, en 1939, hacía esta reflexión sobre la retórica exaltada de los nazis y sus partidarios: “Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen”. Apunta, entonces, Finchelstein: “Para Borges no podía haber verdadera libertad si los sentimientos y las urgencias internas dominaban el yo. La mayoría de los fascistas pensaban exactamente lo contrario. En el fascismo, los sentimientos y deseos necesitaban ser proyectados hacia el exterior mientras que la razón era reprimida”.
Más recientemente el siempre recordado especialista en comunicación Antonio Pasquali escribió acerca del gobernante que, al hacer del vituperio una costumbre, simplemente deja de ser escuchado por aquellos a quienes intenta descalificar: “La realidad es más compleja: siendo a la vez la alocución presidencial un discurso del odio, el resentimiento social y el insulto a la oposición nacional e internacional, éste ha sedimentado en el país un fuerte maniqueísmo, en el que ambos grupos de usuarios, quizá por espíritu de supervivencia, han decidido ignorar radicalmente los mensajes de la contraparte. Cero vasos comunicantes; dar hoy con un venezolano de la oposición que consuma la mensajería gubernamental resulta casi imposible. En estas condiciones, es altamente probable que el inmenso esfuerzo persuasivo del gobierno sólo alcance usuarios ya fidelizados con meros resultados de refuerzo, sin mucho poder de convencimiento ante el resto del país” (“La libertad de expresión bajo el régimen chavista”, conferencia impartida en 2007). Pasquali se refería a Hugo Chávez, pero esas apreciaciones nos resultan inquietantemente cercanas.
ALACENA: La marcha del presidente
Con la manifestación que organiza en respaldo suyo y con recursos públicos, el presidente López Obrador sigue al pie de la letra el manual populista: la movilización social orquestada desde el poder para respaldar al caudillo, las masas como escenografía al servicio del dirigente, la gente llevada a las calles en pleitesía al oficialismo.