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El debate público

Ante el crimen de Narvarte

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

10/08/2015

El gobernador de Veracruz es un tonto o un cínico. No se puede entender de otra manera el desparpajo con el que ha tomado los asesinatos de periodistas en esa entidad; 14 muertos, hasta hace unos días, y Javier Duarte reaccionó recomendando a los informadores “pórtense bien, todos sabemos quiénes andan en malos pasos”.
Para Duarte, lo importante es que los periodistas se porten bien. No recuerda su obligación constitucional para garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, ni la protección necesaria a los informadores.
Esa desfachatez explica la reacción de periodistas y ciudadanos preocupados por los derechos humanos, en todo el país, que en cuanto se supo del asesinato del fotógrafo Rubén Espinosa Becerril, no dudaron en voltear hacia el palacio de gobierno en Xalapa.
Espinosa, como ahora es ampliamente sabido, salió de Veracruz después de haber sido amenazado y culpó al gobernador de la ausencia de condiciones de seguridad para los periodistas. Nadia Vera Pérez, la antropóloga, bailarina y promotora cultural que también fue asesinada en el departamento de Narvarte, había acusado al gobernador Duarte de lo que pudiera ocurrirle.
Así que no es sorprendente que la primera hipótesis acerca de la responsabilidad de esos crímenes haya recordado la ineptitud del gobernador, el clima de persecución contra la prensa independiente en Veracruz y los señalamientos directos de dos de los cinco asesinados el 31 de julio. No podía ser de otra manera. Por absurda que resultase la posibilidad de que Duarte tuviera algo que ver en un crimen del que evidentemente sería culpado, tantas circunstancias incriminatorias no pueden ser soslayadas.
Lo que sí ha resultado extravagante son los esfuerzos de no pocos informadores y comentaristas para exculpar anticipadamente a Duarte, buscando, para el crimen, motivos distintos a los de carácter político. La versión de que los asesinatos ocurrieron después de una fiesta fue compartida, en tonos prácticamente celebratorios, por quienes se resistían a considerar que se trató de un crimen debido a las actividades de Espinosa y Vera.
Las prisas del procurador del DF para congraciarse con la prensa y la improvisación de las averiguaciones policiacas contribuyeron a suscitar suspicacia  adicionales. La hora en la que Espinosa y sus amigos llegaron al departamento, la familiaridad que algunas inquilinas de ese inmueble habrían tenido con los asesinos, los usos delictivos que se dieron antes al automóvil en donde huyeron los criminales, fueron algunos datos que la PGJDF difundió de manera errónea.
También fueron difundidas fotografías del escenario del crimen, donde aparecían las víctimas, que nunca debieron haber sido publicadas. A esas torpezas se añadió la insistencia del procurador Rodolfo Ríos para descartar el móvil político. A varios colegas de Rubén Espinosa les dijo que el asesinato no se debió a su profesión como fotógrafo, porque “estaba desempleado” (en realidad no era así, pero ésa hubiera sido una circunstancia irrelevante).
Condicionada por esos prejuicios, es decir, por la decisión del procurador para restarle connotaciones políticas al crimen, la averiguación ha sido incompleta. Llama la atención que asuntos tan elementales como las comunicaciones telefónicas de Espinosa no hayan sido considerados por esa autoridad. La charla de WhatsApp que el fotógrafo tuvo con un amigo suyo el viernes 31 de julio y que concluyó a las 14:13 horas, minutos antes de la hora en la que se presume ocurrieron los asesinatos, no la conocía el procurador hasta que fue difundida por los reporteros Sandra Rodríguez y David Martínez en el sitio Sin embargo. Es deseable que amigos y conocidos de las víctimas ofrezcan a la autoridad todas las evidencias posibles para entender las causas del crimen. Pero no se necesita ser especialista de CSI para recordar que las comunicaciones telefónicas dejan rastros que pueden ser importantes.
A falta de una versión completa de los homicidios, lo que tuvimos durante la semana pasada fueron relatos parciales, en ocasiones incluso falsos y maliciosos.
Los más notorios aparecieron en Reforma. “Termina la fiesta en una ejecución”, tituló ese diario la información del 3 de agosto. Cargada de misoginia y prejuicios, la nota firmada por Yáscara López y Augusto López comienza: “Les gustaban las fiestas y tener amigos”. Más adelante: “A todas les gustaba la fiesta” para referirse a las inquilinas del departamento. Con ese enfoque se respaldaba la versión de que las víctimas departieron toda la noche con los asesinos.
Las fuentes de tales versiones eran “testimonios de vecinos y las indagatorias realizadas hasta el momento por la Procuraduría capitalina”. Pero no hubo fiesta. Y aunque hubieran tenido vocación por la juerga, esa circunstancia en nada contribuía a explicar el crimen.
Al día siguiente, martes 4, confirmando que el señalamiento de las víctimas como parranderos e irresponsables no fue ocurrencia de un par de reporteros, sino una decisión editorial de Reforma, ese diario publicó en una nota de Arturo Atempa:
“Las mujeres que habitaban el departamento donde ocurrió el multihomicidio, en la Colonia Narvarte, aparentaban una actitud tranquila ante sus vecinos, pero dentro de su casa las cosas eran distintas pues llevaban a cabo fiestas donde consumían alcohol y drogas”.
Más adelante: “La música y el alcohol era un gusto común entre ellas. Cada fin de semana llevaban a cabo fiestas a las que acudían personas de diferentes edades y nacionalidades”.
¡Alcohol y drogas! ¡Pero qué desenfreno! ¡Y les gustaba la música! ¡A todas ellas! ¡Y hacían fiestas!
¡Con personas de varias edades (qué promiscuidad)!
¡Y había extranjeros!
Pocas veces en la prensa mexicana encontramos un ejemplo de mojigatería y, por lo tanto, de moralina vulgar y prejuiciada, como los que desparramó Reforma en tales notas. Con ese enfoque, se diluían la indefensión de las víctimas y la culpabilidad de quienes hayan perpetrado ese cobarde crimen.
De esa manera, Reforma —y luego los medios y comentaristas que reprodujeron con similar ofuscación esas versiones— se mimetizaron con el amarillismo de Alarma y se pusieron al servicio de aquellos a quienes conviene la trivialización de los asesinatos en Narvarte. Lo mismo sucedió con medios y comentaristas que se solazaron sugiriendo que, por ser colombiana, otra de las víctimas tenía que ser sospechosa de asociación delictiva.
Yesenia Quiroz Alfaro, de 18 años, había llegado de Mexicali para perfeccionar sus conocimientos como maquillista. Mile Virginia Martin, de 31, quería regresar a Bogotá después de trabajar en México como estilista y modelo. Olivia Alejandra Negrete, la empleada doméstica de 40 años, tenía tres hijas, entre ellas una niña de 13 años.
Nadia Vera Pérez, de 32 años, chiapaneca, participó en proyectos culturales y fue notoria activista en contra del gobierno de Veracruz, de donde salió porque fue amenazada de muerte. Rubén Espinosa Becerril tenía 31 años, se interesaba en registrar testimonios gráficos de movilizaciones sociales y había denunciado la persecución del gobierno veracruzano contra él y otros informadores.
La protección del Estado mexicano a los periodistas queda en cuestión a partir de los crímenes del 31 de julio. También hay mucho por cambiar en las respuestas del gremio de los informadores ante asesinatos como esos. Mucha indignación inicial, escasas acciones prácticas y, por desdicha, poco tiempo para que esos crímenes sean olvidados por la mayoría, es el proceso que suele experimentar la reacción de los trabajadores de los medios.
Organizar la exigencia para que no sea circunstancial, mantener comisiones que supervisen las indagaciones policiacas, crear protocolos realmente eficaces para la protección de los informadores más vulnerables, son tareas que este gremio no siempre está dispuesto a discutir con apertura y generosidad. Es hora de cambiar tales inercias.
Antes que nada, por supuesto, está la responsabilidad del Estado. Más allá de las culpabilidades que se puedan demostrar en el crimen de Narvarte, el impresentable gobernador Duarte es responsable de la inseguridad ingente que se ensaña con periodistas en Veracruz.