Ricardo Becerra
La Crónica
30 diciembre 2018
En su extraño Sartor Resartus publicado en 1834, Thomas Carlyle, economista e historiador clarividente, sublimó —llevó más lejos— las ideas del fallecido Thomas Malthus (ese mismo año) y declaró al mundo que la economía no podía ser sino la ciencia de las malas noticias en el largo plazo.
O sea: las sociedades modernas reproducen y multiplican sin cesar las condiciones propias para su colapso, porque la Tierra es finita, las condiciones de reproducción y sus rendimientos tienen límites precisos. En cambio la población “y el desperdicio que producen las poblaciones” son factores que no conocen frenos, lo que provocará inevitablemente el encarecimiento de los alimentos en un mundo hambriento y por añadidura de bajos salarios.
La economía es la ciencia lúgubre sentenció Carlyle: la ciencia que ha descubierto el inevitable destino, triste, de la civilización.
Lo más curioso es que otras baterías conceptuales, otras categorías, otros edificios teóricos en la economía, con otras intenciones y convicciones, siguieron confirmando la misma, oscura, conclusión: el gran patatús del capitalismo (y de la sociedad humana) en el largo plazo.
Incluso el más optimista de todos, Adam Smith, preveía un futuro sellado por el estancamiento. Y ni David Ricardo ni Keynes tenían muchas esperanzas en el movimiento de la sociedad a largo plazo, allí donde “todos estaremos muertos”. Hasta los marginalistas y los neoclásicos condenan la disciplina al pesimismo: los rendimientos decrecientes son el caso más general y dominante de las economías, por no hablar de los momentos cataclísmicos de Minsky o de las hipótesis no desmentidas de Marx hacia el derrumbe general de la economía mundial, precisamente por la imparable caída de la tasa de ganancia.
Así vivíamos a finales del siglo pasado, pero el destino funesto, poco a poco, se ha ido trasladando hacia otra ciencia, inesperadamente. No es que la economía no siga siendo poseída por una siniestra nocturnidad de concentración, estancamiento y especulación, sino que desde más alto se anuncian señales destructivas.
“Nunca la astronomía había disparado tantas alarmas para la especie humana”, sus —pocas—advertencias fundadas trasladaban el desastre humano para miles y millones de años en el futuro, pero en lo que llevamos del siglo XXI los riesgos “que nos llegarán del cielo parecen más frecuentes, más cercanos, reales y tangibles… éramos mas ignorantes acerca de los riesgos del cielo”. (Investigación y Ciencia, enero 2018).
Los asteroides y sus órbitas más o menos locas, previsibles, están sujetos a choques o tirones gravitacionales de otros cuerpos que los pueden descocar. El problema no es su tamaño, sino que son un montón y que van y vienen cada mes y pasan cerca de nuestra maltratada Luna. Contra los de mayor volumen y muchos que no hemos localizado estamos bastante inermes. Muy pocos de ellos tienen el poder de destruir a la Tierra o incluso hacerla inhabitable, pero los que miden más de un kilómetro son un problema verdaderamente serio.
El año pasado vimos pasar uno especialmente peligroso, pues es de los grandes que han cruzado cerca desde que existe la NASA (o sea, desde que llevamos registros confiables). El primero de septiembre de 2017, Florence saludó a la Tierra a 17 millones de kilómetros, con su tamaño estimado entre 4 y 9 kilómetros. “Es el asteroide más grande en pasar tan cerca de nuestro planeta en cien años, desde que el programa de la NASA comenzó a rastrear asteroides, más grande del que extinguió a los dinosaurios”, explicó Paul Chodas, director del Centro para el Estudio de Objetos Cercanos a la Tierra.
Ha habido muchas piedras gigantescas e incombustibles en nuestra atmósfera que han pasado más cerca de la Tierra, pero ninguno tan grande como Florence”, dijo la NASA, insisto, tan sólo hace un año. Un tirón gravitatorio, otra roca vagabunda, el azar cósmico podría hacer que esa inmensa cosa que viaja a una velocidad de decenas de miles de kilómetros se desviara y llegara acá, para acabar con la humanidad con enormes tsunamis, incendios y otros desastres monumentales.
Luego el caprichoso Sol. Un buen día, una de sus llamaradas de alta energía puede arruinar la comunicación planetaria y causar cortes de energía hemisféricos por días, semanas o meses, alterando por ejemplo, los servicios de agua, pétroleo o de gas.
La original revista Conversation, incluye las poderosas ráfagas de rayos gamma, causadas por sistemas binarios de estrellas (dos estrellas que bailan por atracción de la otra) y supernovas (estrellas en plena autodestrucción). Resulta que su fuerza maligna dañaría y hasta destruiría la capa de ozono y dejaría inerme nuestra vida a los rayos ultravioleta. ¿Mera especulación? Pues no: el sistema estelar llamado WR-104, ya podría haber protagonizado tal evento y no está lo suficientemente lejos como para que —alegres— lo contemplemos con telescopio desde CU. En unas décadas, su efecto podría estar ya en nuestros hervidos cráneos.
Pues sí (y con perdón del desaparecido Sagan) el Cosmos no deja de bombardearnos. Cometas cíclicos que vienen desde la nube de Oort, asteroides, meteoritos y demás detritus cósmico que proviene desde los partos y las placentas del sistema solar.
Pero miren a la pobre Luna cuyo papel fundamental no es trazar el horóscopo semanal.
La NASA calcula que unas 60 rocas gigantescas se estrellaron contra ella en los últimos 600 millones de años, protegiendo la evolución y selección natural que se desarrollaba aquí sin problemas cósmicos, en el planeta azul.
Pero la Luna no lo puede todo. En el mismo período, el registro fósil revela cinco grandes crisis biológicas en las cuales, en promedio, dejaron de existir más de la mitad de las especies vivientes (en el Ordovícico, en el Devónico, Triácico, Cretácico y en el Pérmico), incluyendo, claro, el asteroide que acabó con los dinosaurios desde lo que hoy llamamos Golfo de México, hace 65 millones de años.
Luego hay cosas más raras. Los polos magnéticos de nuestro planeta, que hoy coinciden con nuestra noción de norte y sur, cambian, juegan a las sillas de cuando en cuando galáctico. El último de esos intercambios ocurrió hace unos 790 mil años. La inversión Brunhes-Matuyama que tanto desconcertaba a Einstein. Este fenómeno ocurre cada siete mil años, según Nature (abril 2016) y no estamos tan lejos de culminar el ciclo. Esto provocaría un nuevo desorden mundial, una alteración global del clima, de conductas animales, flujos y corrientes marítimas, tectónicas y la mismísima brújula.
Y más: Fiona Harrison, investigadora principal de la misión en el Instituto de Tecnología de California, anunció que su juguete, el NuSTAR encontró un agujero negro gigante, en el mero centro de nuestra galaxia, que atraviesa una etapa de hiperactividad: es “Sagitario A”. No es que nos engulla, es que está enviándonos extraños rayos, energía desconocida que no alcanzamos a entender ni a predecir sus efectos para la vida y esas partículas aceleradas “pueden estar ya muy cercanas”.
Casi al final, lo que los tontos humanos dejamos allá afuera, ¿recuerdan a Carlyle? (“el desperdicio que producen las poblaciones”, ahora fuera de la estratósfera): sobre nuestras cabezas penden más de 500 mil trozos de basura espacial. Restos de nuestras benditas naves, satélites, cohetes obsoletos, que vagan como en la película del aclamado Cuarón: orbitando la Tierra a lo bestia. Casi siempre son compuestos chatarra de titanio, pero millones, que en cualquier eclosión, azar, tirón o alteración gravitatoria, pueden convertirse en bolas de colisión contra un ecosistema delicado (el Congo, el Mar de Cortés, por ejemplo) o una Ciudad densamente poblada —pongamos—Ciudad de México.
Y nuestro pobre Sol, un reactor más o menos típico en el universo, que procreó la vida en un planeta igualmente más o menos insignificante, para esas inmensidades.
Bueno, pues nuestro astro bienhechor se transformará en un monstruo devorador sin sentido, su expansión será un hecho lejano, pero de seguro ocurrirá. Más viejo, el Sol se volverá más grande y envolverá a Mercurio, Venus y probablemente, a todo lo que nosotros hemos hecho en la Tierra por siempre y para siempre, en una llamarada capaz de freír todo tipo de vida y que los lúgubres astrónomos llaman “superfulguraciones”.
Viene el año nuevo, pero no sólo los riesgos políticos están allí. También los interestelares. Hay que pensar en opciones, antes, previamente a que se apague el Sol.