Ricardo Becerra
La Crónica
07/02/2016
“Yo condeno al cristianismo, yo formulo contra la iglesia cristiana la más formidable acusación que jamás haya expresado acusador alguno. Ella es para mí la mayor de todas las corrupciones imaginables…. ella ha negado todos los valores, ha hecho toda verdad una mentira, de toda rectitud de ánimo una vileza…. Yo digo que el cristianismo es la gran maldición, la gran corrupción interior, el gran instinto de venganza, para el que ningún medio es demasiado venenoso, secreto, subterráneo, bajo; el cristianismo… es la gran vergüenza eterna de la humanidad”.
Así nada más, Federico Nietzsche comienza su famoso alegato contra Dios (especialmente contra el Dios cristiano) en La Gaya Ciencia. La destrucción de la divinidad es necesaria si la humanidad va a construir una convivencia con nuevos valores, nuevas interpretaciones, sobre todo responsable de sí misma, sin ilusiones infantiles como la trascendencia y la compensación del más allá.
Es de releerse este párrafo flamígero (pensando en los horrores cristianos, sí, pero también en los de la fe de enfrente, Mahoma y hoy, su encarnación demoniaca, ISIS): “La trascendencia, el paraíso después de la muerte, es la idea que le ha arrebatado la responsabilidad al hombre, aquí y ahora; esa estúpida creencia siempre ha sido y será la licencia que portan los matones para exculparse y para invitar a que los sigan otros”.
Palabras duras en aquellos años y todavía hoy. El filósofo se explica: “He declarado la guerra al anémico ideal cristiano…. con la intención de aniquilarlo, sino tan sólo para poner final a su tiranía y dejar espacio libre para nuevo ideales, para ideales más robustos, ideales que no necesiten a Dios sino a la voluntad del hombre…”.
Las citas siguen, y sus ecos pueden oírse aquí y allá, incluso –que me perdone la curia nacional– en el discurso de nuestro inminente visitante, el papa Francisco: “Es por un abuso sin igual que espantosas monstruosidades y deformaciones (llamadas iglesia cristiana, fe cristiana, vida cristiana) se hayan amparado bajo aquel santo nombre. ¿Qué negó Cristo? Todo lo que hoy es llamado cristiano”.
Luego están sus pasmosas profecías genocidas, siempre en clave antirreligiosa (ahora extraídas de Ecce Homo): “Nos encaminamos sin remedio a una época trágica. Anticipémonos un siglo con la mirada y veremos que el ideal de un estadio superior incluirá la aniquilación sin contemplaciones de todo lo degenerado y parasitario”. No fue necesario un siglo, sino la mitad, para que los campos de concentración consagraran aquella aniquilación imaginada por nuestro filósofo (ya un poco chiflado por la sífilis) a una escala industrial, nunca antes vista.
Pero su programa anticristiano no carecía de buenas razones. Miren esto: “Aprecio al hombre según el quantum de poder y plenitud de su voluntad…. el cristianismo se lo quita… por eso la considero una filosofía que enseña la negación de la voluntad, por eso es una doctrina de degradación y de calumnia”.
O esto otro: “La plenitud del hombre… sobrevendrá cuando sustituya la religión por el arte, cuando comprenda al fin que el arte es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor para la vida, el gran estimulante de la vida”. Estoy de acuerdo.
Hace 127 años, en estas fechas, ocurrió el célebre incidente en el que Nietzsche se abraza al cuello de un caballo para protegerlo de los latigazos de su cochero. En un momento lúcido alude al episodio: “Mejor a mí, decrépito ya, que a aquella, vital, sana, bestia joven”.
Antes de morir, su anticristianismo se vuelve más irónico: “Si me dieran a escoger, preferiría ser profesor de la Universidad de Basilea que Dios; pero no me he atrevido a llevar tan lejos mi propio egoísmo como para desistir de la creación del mundo”.
El pobre de Nietzsche tuvo que pagar con recursos propios la primera edición de su obra capital: Así habló Zaratustra, que después se convertiría en el libro más leído en la historia de la filosofía. Si creemos en el erudito Rüdiger Safranski, Nietzsche es el autor que ha suscitado más combates, discusiones, imitaciones, muestras de odio y de admiración entre los filósofos del siglo XX. Declaró muerto a Dios, porque –cristiano o musulmán– ha puesto a la humanidad en el camino de “la resignación ante el mal, la glorificación del sometimiento y ha conducido a la más irresponsable de las morales, porque cualquier crimen se cree purificado en su nombre”.