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El debate público

Antropología de la corcholata

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

04/07/2022

Las corcholatas se llaman así porque están hechas de latón y, por dentro, llevan una cubierta de corcho que permite sellar el recipiente al que sirven como tapa. Los más viejos de esta alebrestada pradera recordamos aquellos tiempos cuando las compañías de refrescos y cervezas ofrecían premios en algunas corcholatas. Debajo de la cubierta de corcho se escondía la recompensa que podía ser una figurita coleccionable o, en ocasiones, un premio en efectivo. Las corcholatas, desde entonces, podían ocultar una sorpresa. Hacía falta rascar el revestimiento de corcho para encontrarla. Sin embargo la mayoría de ellas eran igual de anodinas, sin premio ni sorpresa algunos. Una vez que se destapaba el envase la corcholata era desechable, absolutamente prescindible.

A fines del siglo XIX en el Este de Estados Unidos hubo cierta euforia para crear tapones herméticos, que permitieran guardar el líquido envasado en botellas de vidrio. La corcholata, o el tapón corona como se le conoció entonces, fue creada en 1891 por el ingeniero William Painter, en Baltimore. Ya con la patente de ese invento, fundó la Crown Cork and Seal Company.

Sandra Bermúdez, del Centro de Investigación en Economía Creativa escribió, advirtiendo que puede ser una leyenda, que para demostrar la eficacia de su tapón Painter embotelló una cerveza, la selló con su corcholata y contrató una diligencia para que la llevara de ida y vuelta a América del Sur. Cuando el recipiente regresó, lo mostró en público y lo destapó para demostrar que la cerveza se había conservado sin derramarse y con su sabor original. El tapón de Painter se convirtió en la norma para el mercado de las bebidas envasadas. (La corcholata: emblema del capitalismo. Cuadernos del CIEC, 2013).

Las corcholatas sirven para sellar, evitan que el contenido del envase se desborde, pueden ser enviadas de ida y vuelta sin que su forma se altere, pero su destino es ser estrujadas y deformadas por el destapador. Entonces, dejan de ser útiles.

Cuando el presidente López Obrador llama de esa manera a quienes considera precandidatos de su partido para relevarlo, vulgariza y ridiculiza la sucesión presidencial. Ceñido a la autoritaria tradición del tapadismo, hizo una asociación tan infantil como simbólica: si él ha de ser el ejecutor del “destape”, entonces los precandidatos son sus corcholatas. “Yo soy el destapador y mi corcholata favorita va a ser la del pueblo”, ha dicho con antidemocrática certeza. Él decidirá y, entonces, “el pueblo” aceptará y compartirá el designio del caudillo.

El tapadismo era, en la picaresca de la autocrática política mexicana del siglo pasado, la costumbre para encubrir al candidato del partido oficial hasta que el presidente en turno resolvía develarlo. Todos sabían que, independientemente de los interesados rumores y especulaciones que corrieran acerca de un candidato u otro, la decisión sería de una sola persona.

Al reeditar esa práctica, el presidente López Obrador exhibe su talante absolutista. Cuando con tanta ordinariez se ostenta como el destapador, subraya que en Morena no vale más voluntad que la suya.

La discrecionalidad del presidente será disfrazada por unas inciertas y previsiblemente inexistentes encuestas. A López Obrador le gusta enmascarar sus decisiones con un cariz popular que no es sino apariencia. Más que una expresión de recato político, para que parezca que hay participación social, el recurso de las encuestas resulta una burla más de AMLO. La reivindicación del “dedazo” presidencial es históricamente tardía y políticamente ominosa. Pero además, la desfachatez para presentarla forma parte de la lumpenización de la política que practican y promueven López Obrador y no pocos de sus seguidores.

El restaurado autoritarismo presidencial se manifiesta con expresiones groseras, ordinarias. Acaparada por vulgaridades en la forma y el fondo, la vida pública queda desfigurada primero por la suplantación de los procedimientos democráticos y, además, debido al abandono de la dignidad por parte de no pocos actores políticos.

Nuestra vida pública se encuentra tan deteriorada que casi nadie se sorprende con el calificativo que López Obrador les ha encajado a los funcionarios públicos que aspiran a sucederlo. Cuando les dice “corcholatas” los cosifica, subraya la manipulación y el dominio que ejerce sobre tales personajes y se burla de ellos. En un gobierno respetable, esos calificativos serían inadmisibles. Durante el largo y en muchos sentidos ominoso predominio del PRI, jamás hubo un presidente que se refiriera en público, con tal desprecio, a sus colaboradores cercanos. Con todo y el autoritarismo de aquella etapa, había formas del trato personal que se observaban a pesar de las diferencias que pudieran tener los políticos o funcionarios

Al presidente no le importan formas ni reglas sino, fundamentalmente, ejercer el control y ufanarse de ello. Quizá es todavía más alarmante el desenfado de los personajes políticos que quieren sucederlo y que aceptan ser llamados con esa burlona y degradante expresión. “Ya somos una corcholata reconocida” ha dicho Marcelo Ebrard, con penoso allanamiento a la descalificación que impone el presidente. Adán Augusto López afirma, acerca de la sucesión, que “los tiempos del señor son perfectos” jugando, pero a la vez definiéndose, con la ambigüedad de esa expresión: si es una alusión religiosa resulta vergonzoso que el secretario de Gobernación comprometa sus obligaciones laicas, si se refiere al presidente, expresa una sumisión oprobiosa. Claudia Sheinbaum busca hacer méritos convirtiéndose en eco del presidente sin personalidad ni propuestas.

Los tres encabezan mítines y recorren el país en precampañas no sólo ilegales sino, fundamentalmente, estériles. Pre-destapados, y con la ilusión de ganar la voluntad del presidente, Sheinbaum, Ebrard y López hacen campaña no para convencer a la sociedad sino para llamar la atención del único y omnipresente elector que es el presidente de la República. Nunca antes la vida política mexicana había estado sometida por tal simulación. En las épocas del viejo tapadismo los aspirantes, con tal de ganar el favor presidencial, quizá llegaban a infames abyecciones pero las cometían en privado. Ahora hay tres “corcholatas” que adulan, se exhiben y se someten en público al caprichoso poder del presidente.