José Woldenberg
Reforma
24/08/2017
Con un fuerte abrazo para Héctor de Mauleón
En la película Fantasía, Mickey Mouse se pone el sombrero del hechicero y logra que la escoba empiece a hacer su duro trabajo: transportar pesadas cubetas de agua. Satisfecho, feliz, sonriente, observa su triunfo, su poder. Duerme, sueña que puede hacer bailar a las estrellas, jugar con el mar y su oleaje, se regodea y disfruta sus nuevas capacidades. Despierta de repente y sorprendido ve que la escoba, dejada a su inercia, ha inundado el recinto; maquinalmente sigue transportando agua hasta producir un pantano. Entonces Mickey arremete contra la escoba, la destroza con un hacha, solo para contemplar, estupefacto y amedrentado, que la escoba no solo se rearma sino se multiplica hasta constituir legiones. Ahora, cada una de ellas con dos cubos llenos de agua, acaban por generar una inundación que arrasa con todo. La película continúa… pero no importa. En algunos países la película de Disney fue rebautizada como El aprendiz de brujo.
Donald Trump me recuerda a Mickey, aunque carece del candor y la simpatía de éste. Adquirió un gran poder. Es el Presidente de los Estados Unidos. Se siente feliz, orgulloso. Engreído, sin comprender cabalmente lo que hace, está desatando fuerzas que no logrará contener y que pueden dejar un reguero de desencuentros, violencia y muerte, como en capítulos de la historia que creíamos superados. Como suelen hacerlo los aprendices, que se sienten capaces de hacer bailar a las estrellas, reavivó impulsos que pueden arrasar con algunos de los pilares de la convivencia medianamente civilizada en el país del norte.
Desde el inicio pudo observarse; desde que asaltó la escena pública y empezó su exitoso recorrido hacia la Presidencia. Ante el pasmo y la incredulidad de millones, utilizando un lenguaje misógino, racista, barriobajero, conquistó el voto de 60 millones de estadounidenses, lo que dejó secuelas que no será fácil revertir. El racismo, ese resorte anímico e “intelectual” que traza una línea distintiva entre “nosotros” los blancos y ustedes, “los otros”, empezando por los migrantes del sur, le ganó simpatías que hoy reclaman su derecho a expresarse. Su racismo, bien aceitado, por desgracia resultó empático con millones de personas cansadas de la política tradicional, quizá víctimas del proceso de globalización salvaje y “educadas” en el elemental discurso de la antipolítica: “todos nuestros problemas tienen su cuna en Washington”. Aunque hay que subrayarlo, ninguna explicación –en este caso- puede convertirse en justificación.
Y lo más deleznable del discurso y la actitud del hoy Presidente es que abrió la puerta y en buena medida legitimó a los grupos racistas que tenían asiento en la sociedad norteamericana pero que vivían acotados por una especie de consenso antirracista que se forjaba en los circuitos de la política, los medios de comunicación, las universidades, las expresiones artísticas, etc. Trump no solo dinamitó ese consenso sino que se convirtió en el “paraguas” bajo el cual tienen cobijo las más extremas expresiones de odio, intolerancia y violencia.
En toda sociedad existen peroratas y actitudes políticas que es menester mantener a raya: expresiones de superioridad racial que son la antesala del acoso contra minorías a las cuales se anatemiza y convierte en chivos expiatorios (mexicanos, musulmanes, judíos, afroamericanos). La buena política no contemporiza con ellas, las critica, las desprestigia, intenta que no se reproduzcan y crezcan, incluso las penaliza, en una palabra, trata de contenerlas. Pues bien, Trump ha hecho exactamente lo contrario: ha creado un contexto en el cual los miembros del Ku Kux Klan y de las organizaciones nazis se sienten alentados y protegidos por su Presidente. El supremacismo blanco, que a muchos parecía un asunto del pasado, está de nuevo en pie de lucha, y en buena medida se le debe a Trump.
El episodio de Charlottesville resultó una muestra y un revelador no solo de la existencia y beligerancia incrementada de esos grupos, sino de la simpatía –apenas velada- de Trump hacia ellos. Hay que repetirlo: Trump desató las amarras que mantenían petrificados o semi petrificados a esos racistas, normalizó su existencia y dio carta de naturalización a expresiones que la inmensa mayoría de los estadounidenses creían y querían como asuntos del pasado.