Jacqueline Peschard
El Universal
30/11/2015
Sin archivos públicos bien organizados, no hay transparencia posible. Si las dependencias gubernamentales carecen de reglas precisas para ordenar y resguardar los documentos sobre las decisiones y acciones que desarrollan, ¿cómo puede reclamarse que la información pública esté a disposición de las personas que la soliciten? ¿Cómo puede exigirse que los servidores públicos no respondan que es inexistente la información?
A partir de 2002 en que se promulgó la Ley Federal de Transparencia, creció la demanda de contar con una ley federal de archivos, sin embargo, los legisladores tardaron diez años en aprobarla. Finalmente, en 2012, se aprobó Ley Federal de Archivos que fijó las reglas para ordenar, clasificar y resguardar la información pública gubernamental, y para garantizar el principio de máxima publicidad de la información. Empero, hoy existe una propuesta del gobierno federal de una Ley General de Archivos que es un golpe a la transparencia en materia de documentos históricos que son la materia prima de la memoria de una sociedad.
Así como la Ley General de Transparencia, de mayo de 2015, buscaba homogeneizar los principios, reglas y procedimientos para el acceso a la información pública en todos los niveles de gobierno, la General de Archivos responde al mismo propósito uniformador. En este sentido, el objetivo es encomiable, pero ni el contenido de la propuesta del gobierno federal, ni la manera oculta como se procesó, se hacen cargo de los principios básicos de transparencia, sobre todo respecto de los archivos históricos confidenciales.
Los archivos históricos son documentos que son fuentes de acceso público y así lo señala con nitidez el artículo 120 de la Ley General de Transparencia. Sin embargo, el artículo 4º de la propuesta de Ley General de Archivos plantea que son documentos de conservación permanente y de relevancia para la memoria nacional, regional o local, eliminando su carácter de fuentes de acceso público, lo cual contradice la normativa en transparencia y atenta contra la naturaleza de los documentos históricos que deben estar abiertos a cualquiera.
Resulta casi inexplicable que después de haber promovido una reforma constitucional en transparencia, el gobierno federal pretenda ponerle candados a la información histórica que siempre ha sido pública. Esto revela que una cosa es el discurso y otra la convicción de someterse al escrutinio público.
Es cierto que la Ley Federal de Protección de Datos Personales, aprobada en 2010, estableció reglas de confidencialidad para los datos personales, pero se entiende que es para las personas vivas. No obstante, se introdujo la confidencialidad de los datos personales en la normativa de los archivos históricos, imponiendo tiempos de reserva de 30 años para los datos de identificación y 70 años para los ?sensibles? de expedientes médicos, datos carcelarios, etc.
La puerta para la opacidad está abierta, ya que las dependencias gubernamentales determinan si los datos personales son sensibles o no y, por tanto, por cuántos años quedan ocultos y sólo mediante un recurso ante el Inai puede accederse. En este contexto, se ha pretendido que los archivos sobre la guerra sucia de los años 70 que se transfirieron al AGN en 2001, para ser consultados libremente, ahora se impida el acceso, argumentando que tienen datos personales ¿sensibles? (los de los perseguidos políticos) y que sólo después de 2040 podrían volver a abrirse. Excesos y absurdos, porque esos archivos de lo que hoy es el CISEN, ya fueron consultados y revisados por distintos estudiosos.
Urge que los legisladores se hagan cargo de redactar una Ley General de Archivos que promueva la apertura de los documentos históricos y que robustezca las facultades del AGN como órgano rector, para ser congruentes con el discurso oficial de transparencia.
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