Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
25/06/2018
Las adhesiones a Morena y su candidato presidencial se nutren en el desprestigio que padecen el presidente Enrique Peña Nieto y su gobierno. Se trata de un voto de rechazo intenso, exasperado, drástico. Nunca, al menos en las décadas recientes, un gobierno había suscitado tanta antipatía como el que terminará dentro de cinco meses. Detrás de ese desafecto hay causas objetivas y subjetivas, como diría algún clásico.
La administración del presidente Peña ha cometido una torpeza tras otra, desde la falta de explicaciones suficientes por la Casa Blanca de la familia presidencial y las vacilaciones ante el secuestro de los jóvenes de Ayotzinapa hasta la invitación a Trump, el desaseo en elecciones como la del Estado de México, la campaña contra Ricardo Anaya y la complacencia, o al menos negligencia, ante funcionarios ostensiblemente corruptos como los exgobernadores de Veracruz y Chihuahua.
Esas impericias encubrieron los méritos de la administración de Peña. Las cifras macroeconómicas no son malas, la inflación ha sido contenida, el desempleo no se ha incrementado de manera escandalosa. Sin embargo la desigualdad sigue agobiando a la mayoría de los mexicanos, a la vez que la corrupción los ofende y la violencia los desespera cotidianamente.
A Peña Nieto se le culpa por lo que realmente hizo, pero también por lo que el imaginario social supone que hizo y dejó de hacer. Hay decisiones adecuadas que han sido vistas como perversidades. El Pacto por México produjo reformas muy importantes, algunas ciertamente discutibles o insuficientes, pero fue desacreditado como si hubiera sido una traición al país. La incultura política que recompensa más a la ruptura que al acuerdo y el apocamiento de los partidos que no quisieron ni supieron defender al Pacto, definió una imagen del quehacer político que se extendió durante los años recientes. Entre muchos ciudadanos se afianzó la creencia de que los acuerdos entre partidos y con el gobierno sólo benefician a los tramposos y corruptos. El enfrentamiento, la descalificación y de esa manera la ausencia de acuerdos fueron reconocidos, en esos sectores de la sociedad, como las actitudes más convenientes.
La creencia de que ‘Fue el Estado’ ante crímenes como el de Ayotzinapa, constituyó una simplificación ideológica que no se hacía cargo de la complejidad de asuntos como ése y que ha terminado beneficiando a los verdaderos asesinos. Aquella suposición de que la culpa era del gobierno y el Presidente, en ese y otros temas, aguijoneó el crecimiento de la desconfianza y de las actitudes anti institucionales. Los medios de comunicación han contribuido de manera notable a combatir la corrupción y la impunidad al develar delitos como La Estafa Maestra, entre otros. Pero en otras ocasiones las acusaciones sin pruebas y la idea de que todos los políticos son embaucadores, difundidas con tanta vehemencia en los medios, engrosaron el descrédito del gobierno y los partidos.
La insatisfacción ciudadana, forjada con causas reales pero también con suposiciones y embustes, ha sido aprovechada por López Obrador. El magnetismo que en tales circunstancias ha tenido la fuerza política antisistema encabezada por ese dirigente, les ha impedido a muchos percatarse de que en realidad se trata de un movimiento que refrenda y restaura al viejo sistema político.
La concepción maniquea que propone López Obrador ha sido propalada sin suficiente contexto crítico en la opinión publicada y, sobre todo, ha sido aceptada con indulgencia en una sociedad que busca remedios drásticos a sus grandes problemas. La costumbre de encasillar en una informe e interminable mafia del poder a miembros de las elites, organismos sociales y a opinadores críticos que no se subordinan a sus ambiciones y ocurrencias, se ha convertido en eje de un discurso de escasa solidez argumental pero muy popular. Sus simpatizantes creen que López Obrador es la posibilidad para destrabar los graves entuertos mexicanos y no advierten que, como se ha insistido en este espacio, su apuesta es restaurar el pasado.
López Obrador exhibe a diario sus limitaciones, las hace banderas de su campaña, se ufana de ellas cada vez que descalifica a sus oponentes con una balandronada, cada vez que elige la vía sin deliberación posible del insulto y la burla. Cuando un dirigente político construye castillos de palabras huecas, enreda con ellas a sus seguidores hasta que la demagogia deja de ser suficiente para reemplazar a la realidad. El Peje por la boca muere, sentencia Gabriel Zaid en su excepcional artículo en Reforma sobre la palabrería injuriosa de AMLO.
La cantinela de la mafia en el poder abreva en el mito de que todos los políticos son iguales. López Obrador ha conseguido vulgarizar esa superchería sin que a sus seguidores les importe el hecho de que él mismo ha sido, toda su vida, un político forjado en las viejas prácticas del sistema mexicano. La derivación práctica de esa falacia es la descalificación indiscriminada de sus rivales como si fueran iguales.
La especie de que hay una alianza PRI-PAN es desmentida por dichos y hechos todos los días. Sin embargo en el discurso de AMLO, acríticamente aceptado por sus adeptos, se ha equiparado a José Antonio Meade y a Ricardo Anaya como si representasen los mismos intereses. La mala fama del gobierno de Peña Nieto ha sido el principal lastre de la campaña del PRI pero además perjudica, debido a esa extralógica asociación, la campaña del candidato del Frente. No deja de haber en ese efecto una cruel paradoja porque, como también se ha sostenido en este sitio, la persecución de Peña Nieto y su gobierno contra Ricardo Anaya ha sido ostensible, desmedida y desde luego ilegal.
El Frente no ha podido explicar, de manera suficiente, la peculiaridad y las bondades de una alianza de partidos distintos que no pierden sus historias ni sus causas específicas pero que se coaligan en busca de propósitos comunes. En la caricaturización que esparce López Obrador, y que no pocos comunicadores y medios compartieron, el Frente no es más que un brazo de la mafia tan ubicua y detestable.
Las apreciaciones polares han tenido amplias posibilidades para circular y crecer gracias a la pobreza de ideas en estas campañas electorales. A pesar de que el domingo 1 de julio serán electos más de 3400 funcionarios y legisladores federales y locales, la contienda se ha concentrado en los candidatos a la presidencia. Las propuestas específicas para cada municipio y estado, los diagnósticos de cada circunstancia regional, si acaso los hay, quedaron abrumados por la centralidad de las campañas presidenciales y por la simplificación a la que obligan los spots de medio minuto en radio y televisión.
Los candidatos presidenciales, que concentran la carga publicitaria y política de estas campañas, eligieron concentrarse en frases emblemáticas, encomios autorreferenciales y puyas contra sus rivales. “Nada nos detiene”, “Vamos a ganar”, “Sin miedo al cambio”, “Yo mero”, “De Frente con Anaya”, “Juntos haremos historia” han sido, entre otras frases, los ejes en los discursos de los tres candidatos centrales. En esta campaña, los hashtags han reemplazado a las banderas programáticas.
Esa penuria propositiva ha favorecido a las apreciaciones maniqueas. Contra la corrupción, el ejemplo patriarcal. Frente a la violencia, paz y desmemoria. Ante la mafia en el poder, los servidores de la patria. La etiquetación binaria ha desplazado al debate público y avasalló la siempre impopular pero necesaria discusión de ideas complejas. Las fórmulas simplistas no han sido confrontadas con propuestas elaboradas y, tanto en los debates como en su propaganda, los candidatos que contienden contra López Obrador acuñaron sus propios lemas, igual de anodinos. Ni siquiera las exigencias de la coyuntura propiciaron respuestas con la precisión que se requiere cuando la retórica no basta para hacer política.
La salvaje decisión de Donald Trump, que separó de sus familias a por lo menos 2 mil 500 niños, suscitó en Estados Unidos una avalancha de indignación que ha tenido resultados. En México, en cambio, ese asunto sólo destacó en algunos medios y pasó casi inadvertido en las campañas electorales. López Obrador presentó propuestas a tiempo para ayudar a esos niños y a sus familias. Los otros candidatos, si dijeron algo sustancial, quedó desplazado por la abundancia de dichos huecos en esas campañas.
La abundancia de dicterios, la ausencia deliberativa, la desconfianza sembrada contra la política, la abundancia de dichos en un guirigay en medios y redes, el desasosiego ante la posibilidad de que una decisión equivocada acentúe el presidencialismo caciquil del que ya nos habíamos librado, propician que asistamos al término de estas campañas con alivio pero también preocupación. Hay que reivindicar a la democracia con el instrumento esencial que es el sufragio y hay que ejercerla reivindicado la opinión crítica. Vamos a votar, con esas convicciones, el primero de julio.