José Woldenberg
Reforma
30/07/2015
(Antes de los osos del Piojo).
1. Declaración de principios. Si algo veo en la televisión son los deportes. Y cuando juega la selección nacional de futbol ahí estoy, solo o acompañado, mirando al Tri. Y sus peripecias en la cancha. Me da gusto cuando gana y en ocasiones me enojo y hasta sufro cuando pierde. Pero se trata de estados de ánimo pasajeros, volátiles, duran lo mismo que un cerillo encendido (bueno, un poco más). Y ello porque se trata de un juego. Ya sé que además es un gran negocio, que hay intereses comerciales involucrados, que la danza de los millones acompaña a esa actividad. Y todo ello es relevante. Pero para los espectadores es y debe ser un esparcimiento, una fórmula para descansar, una excusa para el cotorreo, la broma, la estulticia irrelevante.
Hay quienes creen que en esos partidos se encuentra en la picota el orgullo nacional, quienes observan un espejo de las dolencias patrias e incluso quienes alucinan con significados inexistentes. Tengo un querido amigo que en la época de los dos grandes bloques político-ideológicos, encabezados por Estados Unidos y la URSS (q.e.p.d), si veíamos una competencia de patinaje sobre hielo en la que participaba una búlgara y otra estadounidense, invariablemente su corazón se encontraba palpitando por la «representante» del bloque socialista. Bueno, así no se puede. Sobrecargar de significado una competencia deportiva suele no ser recomendable. Uno puede acabar con los cables cruzados.
2. Las expectativas. Somos propensos a generar expectativas sin fundamento y lo peor, tontas. Escuchando a los cronistas de la televisión existía un consenso en relación a la Copa de Oro: México estaba obligado a ganar. Y uno se pregunta, ¿por qué? Si se revisan los resultados de la selección mexicana contra sus similares (así se dice en la tele) de Costa Rica, Honduras, El Salvador o Estados Unidos en los últimos 10 años, la superioridad indiscutible de México no aparece por ningún lado. Más bien lo que se aprecia es un equilibrio cada vez mayor, de tal suerte que la susodicha «obligación» no es más que un buen deseo o una camisa de fuerza. El torneo se vería de muy distinta manera si asumiéramos que el Tri puede ganar, empatar o perder cada partido.
Pero además es una expectativa tonta, porque si nuestro destino manifiesto es el de ganar, nada tiene sentido. Si se gana era una obligación y si no, es un rotundo fracaso. Así, disculpen, no se puede.
3. Los errores de los árbitros. Si los árbitros se equivocan contra nosotros mal, y si lo hacen a nuestro favor, también mal. Otra vez, así no se puede. La FIFA -esa agrupación multinacional y mafiosa- ha acuñado una frase sabia: «los errores arbitrales son parte del juego». Y en efecto, no se pueden evitar. Menos, si no se introducen algunas innovaciones tecnológicas que están a la mano y que ayudarían a la muy difícil labor arbitral. Por ejemplo: revisiones inmediatas de los goles dudosos o de faltas específicas. Pero, con una tozudez digna de mejores causas, la famosa FIFA no ha dado su brazo a torcer. Si ello es así, los traspiés arbitrales seguirán reapareciendo. Entre otras cosas porque ellos tienen que decidir en segundos o fracciones de segundo, porque su ángulo de visión es diferente al de la televisión y porque, en suma, errar es humano. Asumir que esos errores pueden suceder, que a veces perjudican y en ocasiones benefician, no es más que reconocer una verdad del tamaño del estadio Maracaná. Lo otro solo conduce a la puesta en marcha de hordas de linchadores (en la mayoría de los casos y por fortuna, solo retóricas).
4. La conspiración. Pero resulta -ya me lo explicaron varios amigos porque soy de reflejos lentos- que la discusión no es sobre errores arbitrales, sino sobre las conspiraciones que inducen a dichos «errores». Los más «sagaces» (incrédulos) «saben» que de lo que se trata es de ayudar a X en detrimento de Y. En el último caso, de favorecer a México y perjudicar a Panamá. Unas fuerzas ocultas -por supuesto arrogantes y patibularias-, que tienen intereses inconfesables, manejan los hilos de los partidos, manipulándolos de tal manera que se cumplan sus designios. Y si para ello requieren sobornar o amenazar a los árbitros, pueden hacerlo porque invariablemente quedan impunes. Total, no existen los presuntos errores arbitrales, sino maquinaciones y complós de las fuerzas del mal. Ha caído en el olvido el viejo y pertinente dictado de que aquel que afirma tiene la obligación de probar. Bueno, así tampoco se puede.