Anthony Giddens
13/05/2010
Blair fue clave en la renovación del centro-izquierda pero erró en Irak y cedió demasiado a la City
Hay que reducir la preponderancia del sector financiero y promover la industria.
Estos días es habitual menospreciar la gestión de gobierno del Partido Laborista británico durante los últimos 13 años. Para sus críticos más acerbos, el laborismo en el poder, es decir, el Nuevo Laborismo, ha sido un desastre. El partido arremetió contra las libertades civiles, traicionó sus ideales de izquierdas, no redujo la desigualdad y, lo que es peor, se embarcó en una calamitosa guerra en Irak.
No puedo dejar de comprender algunas críticas, pero tengo que señalar que se pueden defender vigorosamente muchas de las principales políticas laboristas. Un punto de partida sensato sería comparar el periodo laborista en el Gobierno con la suerte que han tenido en otros países y durante la misma época partidos afines como los demócratas de Bill Clinton en EE UU, los socialistas franceses de Lionel Jospin o el SPD alemán de Gerhard Schröder.
Los laboristas lograron mantenerse en el poder durante más tiempo que cualquiera de esos partidos. Fue éste un gran éxito, si se tiene en cuenta que, durante sus más de 100 años de existencia, el partido nunca había ocupado el Gobierno dos legislaturas completas seguidas. Los cambios ideológicos que se asocian con la expresión Nuevo Laborismo fueron en gran medida los causantes de su éxito electoral. Los valores de izquierdas, es decir, la solidaridad, la reducción de las desigualdades y la protección de los vulnerables, además de la fe en el papel clave de un Gobierno activo para luchar por ellos, seguían intactos, pero las políticas concebidas para materializarlos tenían que cambiar radicalmente.
Había que establecer una relación diferente entre el Gobierno y las empresas, reconociendo tanto el papel principal de éstas en la creación de riqueza como los límites del poder estatal. De ahí la llamada «ofensiva del cóctel de gambas» que el Partido Laborista lanzó para recabar el apoyo de la City londinense. El advenimiento de una economía terciaria o basada en el conocimiento venía de la mano de una reducción del tamaño de la clase obrera, en su día baluarte del laborismo. En lo sucesivo, para ganar elecciones, un partido de centro-izquierda tenía que llegar a un electorado mucho más amplio. Los laboristas ya no podían ser una formación de clase. En Tony Blair el partido pareció encontrar al líder perfecto para conseguir ese objetivo.
En el contexto de un mercado globalizado, lo primordial debía ser la prosperidad económica, que se consideraba imprescindible para aplicar políticas sociales eficaces. Una gestión económica prudente podía generar los recursos necesarios, tanto para incrementar los niveles de justicia social como el gasto en políticas de bienestar. El laborista no debía ser el partido del Estado fuerte sino del Estado inteligente.
Otra de las políticas del Nuevo Laborismo fue su intención de no permitir que la derecha patrimonializara ciertas cuestiones, dándoles más bien soluciones de centro-izquierda. Por ejemplo, la delincuencia, la inmigración y la identidad cultural. La fórmula de Tony Blair, «inflexibles con la delincuencia, inflexibles con sus causas», era más que lema.
El Reino Unido disfrutó durante 10 años de un crecimiento económico sostenido que no puede achacarse únicamente a las burbujas inmobiliaria y crediticia. Ese crecimiento tuvo lugar al tiempo que se introducía un salario mínimo nacional. Se invirtió a gran escala en servicios públicos, realizándose reformas considerables, tanto en sanidad como en educación. Se contuvo el incremento de la desigualdad social, aunque no se redujera sustancialmente.
El traslado de competencias a Escocia y Gales también ha sido positivo. Se aprobaron leyes para que los alcaldes pudieran ser elegidos directamente, una posibilidad que varias grandes ciudades, entre ellas Londres, aprovecharon. En Irlanda del Norte parecehaberse alcanzado una paz duradera. Los índices de criminalidad se han reducido, y el país se ha adaptado al incremento de la diversidad cultural.
Los gobiernos laboristas firmaron la Carta Social Europea y el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos, aprobando una Ley de Libertad de Información y también las uniones civiles de parejas homosexuales. La sociedad británica es mucho más abierta y tolerante que antes. En materia de política exterior, las intervenciones militares en Bosnia, Kosovo y Sierra Leona se consideraron un éxito. ¡Ojalá el primer ministro se hubiera detenido ahí! Nada carcomió más la reputación de Blair que su desventurada decisión de convertirse en socio principal de George Bush en la invasión de Irak, cuya justificación primordial, las armas de destrucción masiva, se demostró inexistente.
También se cometieron otros errores de calado. Blair no logró una mayor integración del Reino Unido en la Unión Europea, y sus estrechas relaciones con algunos líderes europeos, sobre todo con Silvio Berlusconi, resultaban desconcertantes. Había razones para defender un acercamiento entre el laborismo y el empresariado, y el reconocimiento de la importancia que para la economía tiene la City londinense. Pero fue un error de bulto permitir que la «ofensiva del cóctel de gambas» se convirtiera en una aduladora dependencia, haciendo del Reino Unido una especie de gigantesco paraíso fiscal. La idea de que los laboristas «debían relajarse ante la idea de que la gente se hiciera repugnantemente rica» ayudó a crear una cultura de la irresponsabilidad.
Yo no acepto la idea simplista de que el Nuevo Laborismo fuera una mera continuación del thatcherismo, es decir, que Tony Blair y Gordon Brown fueran «hijos de Margaret Thatcher». Las políticas laboristas conllevaban una considerable intervención del Estado en la vida económica, aunque fuera principalmente para incentivar la oferta y había un auténtico interés en mejorar la justicia social. Con todo, los líderes del laborismo tendrían que haber dejado mucho más claro que reconocer las virtudes de los mercados no equivale en modo alguno a postrarse ante ellos. En cuanto a la representación proporcional y la reforma global del marco constitucional: está claro que son cosas que los laboristas deberían haber propugnado por principio, no por conveniencia política.
Los demás partidos se han visto obligados a responder a las propuestas del Nuevo Laborismo. Ahora los tories avalan los derechos de los homosexuales, aceptan la necesidad de reducir la pobreza, apoyan las leyes sobre cambio climático aprobadas por los laboristas y no quieren saber nada de la famosa sentencia de Thatcher según la cual «eso que llaman sociedad no existe».
Entretanto llegó la crisis financiera mundial, que parece haber puesto fin al mundo que sirvió de telón de fondo al devenir del Nuevo Laborismo. Súbitamente, la sacudida invirtió todas las tendencias: aquí están de nuevo el keynesianismo y la intervención del Estado en la economía; ahora no sólo podemos tratar de regular los mercados financieros, sino que debemos hacerlo; ahora se contempla un gravamen sobre las transacciones financieras; después de todo, es posible subir los impuestos a los ricos; los principales partidos hablan de retomar las políticas industriales activas y del renacimiento del sector industrial; el cambio climático y otros riesgos medioambientales se cuelan en el discurso político convencional; y la planificación vuelve a saltar a la palestra.
Como tal, el Nuevo Laborismo está muerto, y seguramente haya llegado el momento de dejar de utilizar esa expresión. Sin embargo, algunas de las importantes tendencias a las que respondía no han desaparecido. Tiene mucho sentido intentar reducir la preponderancia que el sector financiero tiene sobre la economía y fomentar el renacimiento del sector industrial; sin embargo, el Reino Unido seguirá teniendo una economía posindustrial, en la que predominarán el sector servicios y las ocupaciones relacionadas con el conocimiento. La reforma del Estado de bienestar pesará más que nunca, sobre todo cuando será prioritario gastar de manera eficiente. Seguirá siendo un problema tanto mantener políticas progresistas en materia de inmigración sin perder votos como reducir la inquietud que suscita la delincuencia. También costará alcanzar un equilibrio adecuado entre el respeto a las libertades y la protección frente al terrorismo.
Fuera del poder, el principal problema del laborismo será el de minimizar las trifulcas internas que afectan a tantos partidos, sobre todo de izquierdas, después de una derrota electoral. A este respecto, la reconstrucción ideológica podría desempeñar un papel decisivo.
El punto de partida debería ser la redefinición del papel de la esfera pública. Cabría decir que los blairianos se apoyaban más en el mercado que los brownianos, más amantes del Estado. Con todo, la esfera pública, que sí se distingue de los mercados y del Estado, podría utilizarse como trampolín para reconstruir tanto los primeros como el segundo. Habría que aplicarse a la labor de construir un capitalismo responsable que vaya unido a una concepción compleja de la sostenibilidad.