Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
28/09/2015
Del estupor a la rabia y del desconcierto a la exigencia, hemos transcurrido un año intrincado. El gobierno federal paga su larga indecisión inicial para hacerse cargo de la gravedad que suponía la desaparición de 43 estudiantes. A duras penas, pero con evidencias y confesiones que en otras circunstancias serían suficientes, ahora disponemos de una explicación razonablemente completa de los acontecimientos que ocurrieron entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014 en Iguala. Los responsables intelectuales y materiales —o muchos de ellos— del asesinato de los normalistas están presos. Sin embargo, un segmento activo y reclamante de la sociedad desconfía de la versión que ha conducido a la cárcel a esos criminales.
Esos sectores de la sociedad manifiestan lo mejor y lo peor de nuestra ciudadanía. Las manifestaciones del sábado expresaron una capacidad de indignación y una nobleza que parecían eclipsadas del ánimo social. En un mundo tan insolidario, y especialmente en una sociedad tan agraviantemente acosada por la violencia durante los años recientes, los mexicanos parecíamos pasmados ante el crimen. Sin embargo, la desaparición de los 43 normalistas desencadenó una vigorosa respuesta social, donde se entremezclan la compasión y la empatía con esos estudiantes y sus familiares, así como el respaldo y la exigencia para que haya una investigación sólida.
Se trata de una sociedad que no se resigna a los carpetazos ni a versiones fragmentarias. Esa capacidad de protesta y demanda que se expresa en calles, medios de comunicación y redes digitales constituye uno de sus más notables atributos. La sociedad exigente, con todo y su heterogeneidad, es un actor insoslayable en el escenario público mexicano.
Pero esa aptitud para reaccionar y reclamar no necesariamente está al servicio de la verdad, ni de la justicia para los jóvenes de Ayotzinapa. Las sociedades, y la nuestra no es excepción, son más susceptibles a las emociones que a las razones. En un panorama dominado por imágenes y sentimientos, los asuntos públicos suelen quedar acotados en escenarios maniqueos. Al crimen en Iguala, buena parte de la sociedad reclamante lo aprecia como un enfrentamiento entre buenos y malos. La realidad siempre es más compleja que las simplificaciones que hacen de ella los discursos ideológicos y las versiones mediáticas.
Los muchachos de Ayotzinapa fueron víctimas de confusiones, rivalidades e intereses cuyo conocimiento se ha venido desgranando en el transcurso de un año. Ahora sabemos que el alcalde de Iguala ordenó detener la marcha de los autobuses que habían secuestrado, que la policía de ese ayuntamiento y de Cocula estaba coludida con delincuentes, que esos estudiantes quedaron atrapados en una pugna entre grupos criminales. El narcotráfico ha sido la causa de ésos y otros crímenes.
Lo que no ha sido tan claro es la participación de los directivos de la Escuela Normal de Ayotzinapa en ese entreveramiento de intereses. Nadie ha explicado qué tenían que hacer en Iguala los jóvenes normalistas cuando su propósito era encaminarse hacia la ciudad de México para llegar a la marcha del 2 de octubre. La investigación de la PGR omitió cualquier paso que pudiera implicar a los normalistas con el narcotráfico. Ahora sabemos también que sus padres le exigieron al gobierno que se abstuviera de “criminalizar” a esos muchachos y por eso la influencia del narcotráfico fue soslayada en la investigación y/o en la información acerca de ella. Por eso se mantuvo en reserva la existencia del quinto autobús, presuntamente cargado de droga, y cuya protección al parecer fue la causa, o parte de ella, de la violentísima agresión contra los normalistas.
La indagación de la PGR estuvo maniatada también por el interés para disimular la presencia del Ejército aquella noche malhadada de Iguala. Ahora se ha confirmado que las agresiones contra los estudiantes, al menos durante algunas horas de aquella noche, fueron presenciadas por elementos del Ejército. No hay evidencia de soldados disparando, o protegiendo a los delincuentes. Pero las omisiones en las que incurrieron son motivo de una irresponsabilidad criminal que no ha sido indagada claramente y mucho menos castigada.
El Informe de los expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos subrayó el papel de Ejército entre los temas por clarificar. Se dice ahora que el Batallón de Infantería radicado en Iguala únicamente podía intervenir a petición de la autoridad civil y como ésta se encontraba en manos de José Luis Abarca, el presidente municipal acusado de colusión con el narcotráfico, los militares estuvieron atados de manos. Es plausible ese respeto a las reglas, pero seguramente existen protocolos para consultar con otras autoridades, incluso en el nivel federal más alto, para resolver situaciones de extrema urgencia.
Un tema colateral relacionado con Abarca es su relación con el grupo dominante en el PRD y, por otro lado, con Morena y su dirigente. A estas alturas resulta inútil esperar que de esos partidos surjan explicaciones completas sobre el respaldo que le dieron a ese personaje para que llegara a la presidencia municipal de Iguala. Por su parte, el ahora ex gobernador y ex priista Ángel Aguirre, inconcebiblemente protegido por el PRD, sigue tan campante. Tales complicidades, así pase el tiempo, serán un lastre para las izquierdas.
El otro asunto que sigue sujeto a discusión es el del basurero en Cocula. La investigación de la PGR, que tomó en cuenta la opinión de especialistas internacionales, así como de instituciones académicas mexicanas, no había sido tan cuestionada como ocurrió desde que los expertos de la CIDH avalaron la opinión del ingeniero José Torero. La identificación de restos de dos de los normalistas no ha sido suficiente para acotar la desconfianza ante la versión de la incineración en Cocula.
Ante la duda, es pertinente que haya una nueva investigación. Pero con los peritajes, testimonios y documentos disponibles, hay elementos suficientes para sostener cuatro certezas: 1) la desaparición de los normalistas fue perpetrada por un grupo de narcotraficantes, 2) todos o al menos algunos de esos jóvenes fueron asesinados y sus cuerpos incinerados, 3) el Ejército no participó en esos hechos, pero algunos de sus elementos y mandos supieron de ellos, 4) la investigación de la PGR estuvo plagada de descuidos que son documentados en el informe de los expertos de la CIDH.
No hay intentos para promover una “mentira oficial”, como dicen comentaristas interesados en que la realidad se ajuste a sus prejuicios, pero no en la verdad. Si la versión del crimen perpetrado por policías y narcotraficantes no es cierta, entonces los más de 110 detenidos por esos hechos estarían presos injustamente, comenzando por el ex alcalde Abarca y su esposa.
La sociedad reclamante se comporta de manera ejemplar cuando exige castigo a los culpables y mantiene vigente su indignación. Pero cuando en movilizaciones como las del sábado proliferan las imprecaciones contra el gobierno y se le culpa de la desaparición de los normalistas, esos segmentos de la sociedad activa favorecen las agendas políticas de quienes lucran con la tragedia.
En la Normal de Ayotzinapa se cultiva un proyecto político insurreccional que ha conducido a centenares o miles de jóvenes normalistas a mantenerse en movilización constante e incluso a cometer delitos. Por supuesto nada de eso justifica de manera alguna el crimen contra los muchachos desaparecidos en Iguala. Pero no debiera soslayarse el hecho de que la indignación ante el inadmisible crimen de hace un año es aprovechada por quienes cosechan en ese río revuelto que causa la confusión política.
En el asunto de Ayotzinapa, el presidente Peña Nieto se ha comportado con notable ineptitud y ha supeditado a intereses políticos y corporativos el desarrollo de una investigación seria y confiable. Pero es una vileza culparlo por la muerte de los normalistas. Decirlo así, ya sé, resulta muy políticamente incorrecto. Pero igual que las inconsistencias del gobierno, hay que señalar la demagogia que se entremezcla con las exigencias justas alrededor de los acontecimientos en Iguala.
Insistir en que “fue el Estado” es una manera de exculpar a los criminales y al narcotráfico. Equiparar al 26 de septiembre en Iguala con la Noche de Tlatelolco, como se hará en los próximos días, implica olvidar cómo se cometió el crimen del 2 de octubre ordenado por el presidente Díaz Ordaz y consumado en una plaza pública durante una balacera entre dos grupos de militares (como recuerda este domingo, en Milenio, Luis González de Alba). El de 1968 sí fue un crimen de Estado. El que se cometió contra los normalistas fue un asesinato del crimen organizado. Para combatir a esos asesinos necesitamos, por cierto, fortalecer al Estado. No hay de otra.