Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
20/07/2020
Con una respuesta intolerante y abusiva, el Presidente de la República confirmó el diagnóstico que 30 ciudadanos, la mayoría de ellos escritores y académicos, publicaron el miércoles 15 de julio. Los llamó neoporfiristas y neoliberales, aunque muchos de ellos han participado de manera notoria y comprometida en la construcción de la democracia en nuestro país. Les reprochó deshonestidad política e intelectual porque no lo defendieron cuando perdió las elecciones de 2006 y 2012. Aprovechó la extradición de Emilio Lozoya para asegurar, sin tener derecho a intervenir en ese asunto judicial, que ese exfuncionario presentará pruebas de presunta colusión en el Congreso. En esas y otras aventuradas afirmaciones, el presidente Andrés Manuel López Obrador convalidó que el país, por culpa suya, se encuentra en una deriva autoritaria como señala el desplegado que tanto le irritó.
La descalificación del contrario, etiquetándolo de manera peyorativa, es la manera más ordinaria para rehuir el debate de ideas. En López Obrador y muchos de sus propagandistas ese recurso se ha vuelto tan manido que ha perdido utilidad. Ha tildado como conservadores a periodistas y medios, científicos y líderes sociales, familiares de víctimas y trabajadores de la salud, mujeres que reclaman derechos y empresarios golpeados por la crisis. El sambenito se ha desgastado y no hace sino retratar a quien lo repite. La manía para segregar a la realidad entre liberales y conservadores da cuenta del simplismo que orienta las decisiones del Presidente y de su incapacidad para entender las complejidades del país y el mundo.
A la obsesión con esos términos se la puede describir con un lugar común: dime de qué presumes y te diré de qué careces. López Obrador muy a pesar de su reiterada idea fija, no es liberal sino conservador. Y muy a contracorriente del cliché con el que se ha querido ubicarlo, no es de izquierdas sino de derecha. La contracción del Estado, el rechazo a fortalecer las finanzas públicas por la vía fiscal, la desprotección de los servicios de salud, el abandono de programas para resguardar a las mujeres, la devastación de zonas protegidas, la desatención a las energías limpias y la dependencia respecto de combustibles fósiles, el despido de millares de empleados públicos son, entre otras, medidas que hubiera aplaudido Ms. Thatcher y que de ninguna manera encajan en una política popular y menos aún de izquierdas.
El conservadurismo de López Obrador incluye el desdén a las reivindicaciones feministas y el debilitamiento de la laicidad del Estado. Ese iliberalismo está asociado a un comportamiento caudillista que erosiona instituciones y busca menoscabar equilibrios constitucionales. En las décadas recientes la transición política, y los ciudadanos que la impulsaron, establecieron contrapesos ante el otrora omnipresente presidencialismo mexicano. El Congreso alcanzó pluralidad y vitalidad equivalentes a las que ya había en la sociedad; se consolidaron organismos autónomos para organizar las elecciones, propiciar la transparencia, regular telecomunicaciones y energía entre otras tareas; los medios de comunicación se distanciaron, aunque no del todo, de la supeditación al gobierno y en ellos la indagación y la crítica independientes han contribuido a evitar y denunciar excesos del poder político y económico. López Obrador abomina todos esos cambios: aspira a un Congreso dócil, desdeña y combate a los organismos autónomos que son parte del Estado, descalifica —y de esa manera propicia que se les persiga— a medios y periodistas que discrepan de lo que dice y hace.
Ningún presidente, desde hace por lo menos tres décadas, pretendió una involución contrademocrática como la que impulsa López Obrador. La restauración que intenta, si se mantiene, llevará al país a un retroceso político de más de medio siglo.
Una expresión de ese síndrome autoritario y conservador es el desdén del Presidente por el pensamiento intelectual y científico. Hombre de eslóganes, las elaboraciones complejas le resultan incómodas. Como político que exige fidelidades absolutas, la independencia intelectual y cívica le parece incomprensible. Ante las razones de 30 intelectuales, escritores y académicos, López Obrador respondió con una retahíla de ofensas.
Las condiciones para la regresión autoritaria han sido facilitadas, entre otros motivos, por la construcción artificial de una mayoría que le permite a Morena dominar el Congreso sin que esa haya sido la decisión de los ciudadanos en las urnas de 2018. El Presidente ganó esa elección con una incontestable votación del 53%. Pero para la Cámara de Diputados Morena recibió el 37.2% y, junto con sus aliados el Partido del Trabajo y Encuentro Social, alcanzó el 43.5% de los votos. Sin embargo esos partidos ocuparon el 62% de las curules. Esa reasignación de posiciones legislativas fue posible debido a una interpretación de la ley que contradice una disposición constitucional. La Constitución indica que ningún partido puede tener un porcentaje de diputados que exceda en 8 puntos a su porcentaje de votos. Hoy Morena cuenta con 253 diputados, el 50.6% de esa Cámara. Si la Constitución se cumpliera, únicamente podría tener el 45%, es decir 226 diputados.
Nadie cuestiona la legalidad, pero sí la irregularidad de esa asignación de posiciones para Morena y sus aliados en el Congreso. Pero es evidente que la decisión de los ciudadanos en las urnas no está cabalmente representada en el Poder Legislativo. Casi el 20% de los mexicanos que en 2018 respaldaron a López Obrador, votando por Morena, PT o PES en la boleta presidencial, destinaron a otros partidos sus votos para el Congreso. AMLO recibió algo más de 30 millones de votos pero en la votación para la Cámara de Diputados los partidos de esa coalición tuvieron 24.5 millones. Es decir, 5.5 millones de ciudadanos respaldaron a López Obrador para Presidente, pero en la Cámara de Diputados querían legisladores de otros partidos. Se trata del 18.5% de quienes votaron por el hoy Presidente. La decisión de esos mexicanos, que emitieron votos diferenciados, no está representada en la composición de la Cámara de Diputados. Lo mismo se puede decir del Senado.
Por eso los 30 ciudadanos que alertan contra la deriva autoritaria dicen que una minoría de votos se transformó en la mayoría en el Congreso. El pluralismo queda asfixiado no sólo por la composición del Congreso sino debido a la contumacia del Presidente que se empeña en dirigir de manera unipersonal al Estado con resultados literalmente fatales. La conducción ante la pandemia es desastrosa. En los países con gobernantes que se negaron a reconocer la gravedad del coronavirus, regatearon a los ciudadanos las orientaciones básicas para cuidarse y cuidar a los demás y quisieron disimular la epidemia con charlatanerías y ocurrencias, los contagios y fallecimientos siguen aumentando. Estados Unidos, Brasil, el Reino Unido y México encabezan la triste lista de naciones con más fallecimientos. En esos cuatro países hay gobiernos populistas y conservadores.
Las elecciones de junio próximo determinarán si seguimos por esa ruta a la catástrofe o si, con una composición más exigente en el Congreso, el gobierno federal se ve constreñido a tomar decisiones en acuerdo con otras fuerzas políticas y con la sociedad. El documento que aquí se comenta propone una amplia alianza ciudadana con los partidos de oposición. No es sencillo porque los ciudadanos, aislados y dispersos, no cuentan con mecanismos de organización suficientes. Y entre los partidos que están fuera del gobierno hay apreciaciones e intereses muy variados.
Seguimos sin tener una oposición nacional, con arraigo social y propuestas capaces de articular un frente electoral. Las suspicacias entre sus dirigentes, los intereses particulares y/o los diagnósticos equivocados, impiden que los partidos que podrían ser sustento de una amplia alianza —PAN, Movimiento Ciudadano, PRD— reaccionen con la presteza y grandeza que hacen falta. Mientras tanto, México sigue sin enfrentar las crisis simultáneas que lo agobian y, literalmente, lo amenazan como nunca en la era contemporánea.
Llegamos a 40 mil fallecidos por Covid, no hay contención a la epidemia, los hospitales no se han desbordado pero hay muchos enfermos de otros padecimientos que no son atendidos, la resistencia y el compromiso de médicos y enfermeras están en riesgo por el descuido del gobierno.
Tan sólo en abril y mayo México ha tenido más de 12 millones de desempleados. Otros 8 millones de trabajadores tuvieron menos remuneraciones que en meses anteriores. Se trata de 20 (sí, ¡veinte!) millones de trabajadores perjudicados por esta crisis económica. Son datos compilados, a partir de información oficial, por Jonathan Heath que es subgobernador en el Banco de México.
El desafío de la delincuencia llega a expresiones inusitadas. La exhibición del grupo de criminales que controla el narcotráfico en Jalisco y otros estados es una provocación, pero eficaz. Tal desplante no se puede entender al margen de la decisión del presidente López Obrador para atenuar la persecución a esas pandillas criminales y de las cortesías que ha tenido con algunos de sus capos.
El Presidente demostró una significativa intolerancia al responder los 30 ciudadanos que cuestionaron su deriva autoritaria, pero nada dijo, al menos con tanta presteza, del video del Cártel Jalisco Nueva Generación. A su respuesta López Obrador la tituló “bendito coraje”, para ironizar ante el disgusto de esos ciudadanos. Pero hay que recordar que la primera acepción de “coraje” es el valor y el apasionamiento con que se acomete una acción. Esos y muchos otros ciudadanos se pertrechan de coraje e ideas para enfrentar al autoritarismo y los desatinos del Presidente.