José Woldenberg
Nexos
09/03/2015
I. El último tango en París y Belleza robada.
En 1976 se estrenó en México El último tango en París (1972). Fue una conmoción. O una conmoción para muchos. Filmada cuatro años antes, la cinta de Bernardo Bertolucci revelaba la posibilidad de otro cine: crudo, directo, sin edulcorantes. El encuentro de dos personajes solitarios en un departamento, con marcadas diferencias de edad y un apetito sexual a flor de piel, desataba una historia al mismo tiempo irritante y de alguna manera conmovedora.
Paul (Marlon Brando) le propone desde el primer encuentro a Jeanne (María Schneider) verse de manera regular para coger, pero sin contarse nada, absolutamente nada, de la vida del otro, ni siquiera quiere conocer el nombre de su sorpresiva nueva pareja. Se trata de construir un universo solo para el sexo, un mundo paralelo al de la cotidianidad, un oasis de pasión y olvido absoluto del entorno. La relación, sin embargo, se convertirá también en un ejercicio de poder, dominio y humillación. La violencia verbal y física no estarán ausentes y el erotismo se encadenará con la intimidación y el sexo con las amenazas y el temor. Paul no solo desea encuentros calientes sino ejercer el mando, la autoridad y por ello construye una relación marcadamente asimétrica. Así, la idea de unos encuentros sexuales despojados de todo el oropel erótico, “civilizatorio”, se transforma, en efecto, en un mundo fuera del mundo y por ello en un universo cercano a la bestialidad.
En medio de una oferta cinematográfica filtrada por la mojigatería descubríamos un film cargado de erotismo explícito y sexualidad exultante. No había esa aura rosa que tradicionalmente sublimaba los encuentros sexuales, no existía cortejo alguno previo a desembocar en la cama. Era un ejercicio descarnado de cópula sin afeites, de una relación abusiva e hipnótica, de un infierno de dos que se había iniciado como una promesa de edén.
Marlon Brando y María Schneider se quedarían grabados por años como los anunciadores de un cine sin concesiones moralinas, como íconos de la provocación y la cara oculta de la existencia.
Por ello, me sorprendió, muchos años después, Belleza robada, del mismo Bertolucci (1996). La historia de una jovencita de 19 años (Lucy) que viaja a Italia para reencontrarse con unos personajes excéntricos, marginales, snobs y culteranos, en busca de su padre biológico (alguno de los hombres de esa comunidad) y de un amor idealizado fruto de su visita a esos lares cuando tenía 15 años. Más de veinte años después, Bertolucci parecía cambiar su lente de observación: ahora resultaba comprensivo con los afanes de un amor virginal y al final de la cinta recompensaba a la protagonista con el encuentro de un joven con ilusiones similares a las de ella.
Ahora la mirada irónica –crítica- de Bertolucci más bien se dirigía a la comunidad de diletantes y fatuos que resultaban una muestra representativa de las liberadas generaciones de jóvenes de los sesentas que treinta años después aparecían como vacías, desfondadas, superfluas. Su maestría narrativa recreaba un ambiente inercial, desprejuiciado y sin horizonte en medio de la campiña toscana, en el cual la belleza fresca de Liv Tyler irrumpía como un revelador del sin sentido de la vida de los otros y subrayaba la tensión dramática de las ilusiones más bien candorosas de su personaje.
¿Era una mutación en el enfoque, se trataba de una línea de continuidad o más bien una puesta al día de las exageradas expectativas que desencadenaron los nuevos usos y costumbres sexuales en la década de los sesentas? Lucy es una joven cuyo viaje la sitúa en el espacio anímico de quienes fueron jóvenes como ella treinta años atrás y que fieles a sí mismos continúan reproduciendo los tics y convicciones de una época difuminada pero que dejó por muchos años su sello. Es ese contraste –del que Lucy sale vivificada- el que tensa la cuerda dramática de la historia.
Dos películas, dos apuntes, dos sensibilidades distintas. Dos acercamientos a temas eternos e irresolubles. Dos miradas de un hombre que sabe –o intuye- que nada –absolutamente nada- puede tener una sola lectura, una sola aproximación, una sola vía de comprensión.
II. Novecento
A fines de 1978, en el marco de la Muestra Cinematográfica, se exhibieron en días consecutivos en el desaparecido cine Roble, las dos partes de la película Novecento (1976) de Bertolucci. Fue, si mal no recuerdo, el platillo fuerte y más esperado. Un mural extraordinario y expresivo de la primera mitad del siglo XX en Italia, una puesta en escena de las políticas que habrían de desgarrar al continente europeo en dos ocasiones consecutivas, un relato entrañable de solidaridad, resistencia y esperanza.
La película empezaba el 25 de abril de 1945, día de la victoria contra el fascismo. Campesinas corren intentando linchar a un hombre y una mujer y un joven –casi niño- encañona con un fusil a un hombre con gafas. Para comprender cabalmente esas estampas, Bertolucci retrocede muchos años antes en el tiempo: al día en que muere Verdi (enero de 1901) y nacen dos niños, Olmo y Alberto, el primero hijo bastardo de peones, el segundo vástago del patrón. Son las trayectorias de ambos las que ilustran la primera mitad del siglo XX de la historia de Italia y en una extensión final, incluso más. Se trata de una zaga portentosa que funde historias personales diversas en el marco de una época desastrosa, en la que se acunaron grandes utopías que fueron masacradas por una mecánica inclemente.
Tres generaciones se suceden en una Italia que se moderniza, debilitando los lazos tradicionales entre hacendados y campesinos, generando no solo proyectos políticos opuestos sino enfrentados. Olmo y los suyos optaran por el socialismo/comunismo; Alberto será en un inicio un burgués liberal, para convertirse en un personaje impotente y medroso ante el avance del fascismo… Novecento se convirtió en un gran fresco, en una auténtica epopeya cinematográfica. El cine que era algo más que cine, la apuesta a recrear una larga etapa con su complejidad, pliegues, trayectorias personales e ideologías y proyectos dominantes.
La puesta en escena resulta fantástica. Decorados, vestuario, ambientes, peinados, joyas y muebles y súmele usted, ofrecen una recreación deslumbrante de sucesivas épocas, modas, usos y costumbres. El paso del tiempo se podría seguir observando los escenarios en los que transcurren las historias. Un dibujo de épocas continuas con trazo magistral.
La historia es muchas historias. Un mural abigarrado de personalidades, trayectorias entrelazadas, opciones políticas y vitales que modelaron un período dramático no solo de Italia.
Olmo (Gerard Depardieu) es la encarnación del aliento popular. Audaz y atrevido, sabe que las “cosas” pueden cambiar y deben cambiar. Instintivamente, desde niño, se autodefine como socialista y conforme transcurre el tiempo reafirmará sus convicciones. Su causa será la del Partido en el que cree con devoción y resolución. Resiste, hasta donde puede el ascenso del fascismo. Alerta a su amigo Alberto sobre la sombra del autoritarismo extremo que encarna su capataz Atila. Obligado a pasar a la clandestinidad cuando orquesta una venganza contra Atila, tiene la grandeza de espíritu para al triunfo de la resistencia juzgar y condenar a muerte al patrón, pero no a Alberto, es decir, para aniquilar la figura del amo, pero no aniquilar físicamente a su compañero de vida. Sabe que su lucha ha sido contra los “amos” como clase –es decir, por modificar las relaciones sociales- y no contra las personas en singular.
Alberto (Robert De Niro) es el beneficiario directo de la larga tradición de terratenientes. Propietario de tierras, animales, cosechas, aperos de labranza y familias que trabajan para él. No obstante, ese ambiente le asfixia y busca en las grandes ciudades europeas sentirse parte de la modernidad del mundo. Es un liberal frente al conservadurismo de su familia, un “hombre de mundo” desprejuiciado que encuentra en Ada (la bellísima Dominique Sanda) a una pareja prometedora –irreverente, excéntrica, abierta a las más diversas experiencias- que será su némesis. Entre dos fuegos, entre la opción comunista que lidera Olmo y la fascista que encarna Atila, optará por la inercia cegadora. Se deshace tarde y mal de Atila, lo que anuncia la larga noche del fascismo para Italia.
Ada es la mujer que quiere vivir los aires renovadores de la modernidad, beneficiarse de las potentes ventoleras de libertad que sacuden a Europa luego de la Primera Guerra Mundial, que rompe con el molde tradicional de esposa, que no soporta la vulgaridad y violencia del fascismo y que acabará por abandonar a su titubeante marido. Mientras Atila (Donald Sutherland), hombre enfermo de poder (sumiso hasta que llega su hora) y resentimiento, expresa el aliento de venganza, orden jerárquico y violencia que echó a rodar el movimiento de las camisas negras.
Bertolucci no esconde sus simpatías por los “rojos” y al triunfo de la resistencia y la derrota del nazi-fascismo, despliega una de las secuencias más conmovedoras y emocionantes. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, cantan Bandera Roja, despliegan un inmenso estandarte trenzado en la clandestinidad, se reconocen como sujetos de la historia, juzgan a sus verdugos. Todo indica que se abre un horizonte venturoso, un futuro de fraternidad e igualdad. La pesadilla de la guerra y la dictadura han quedado atrás, pero en un vuelco genial, en un guiño inesperado, Bertolucci extiende el desenlace hasta el presente (1976), en el que se ve a Olmo y Alberto, viejos y encorvados, aún trenzados en una lucha cuerpo a cuerpo sin fin y sin fuerza.
Novecento fue la promesa de un cine mayor de edad, capaz de combinar la emoción y la reflexión, el instante y la época, los episodios personales y las causas sociales, la biografía y la historia. Quienes la vimos no la hemos olvidado.
En Bernardo Bertolucci. El otro lado de la luna. Instituto Luce Cinecittá. Festival de Cine de Guadalajara. 2015.