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El debate público

Bolsonaro

 

 

 

Pedro Salazar

El Financiero

31/10/2018

 

Regreso de un encuentro entre constitucionalistas de diversos países en Bogotá, Colombia. Al inicio el tema del encuentro me pareció contradictorio: “El constitucionalismo abusivo”. De hecho, la mesa en la participé llevaba como título una aporía: “El constitucionalismo iliberal”. En mi intervención advertí lo que a los estudiosos del derecho moderno nos parece evidente y se resume en la tesis de que las constituciones sirven para limitar al poder y, en esa medida, para proteger nuestros derechos. Así que asociar constitucionalismo con absolutismo vendría a ser como amalgamar a la democracia con la autocracia. Opuestos conceptuales.

Sin embargo, tras escuchar a mis colegas, constaté que las preocupaciones que motivaron la temática quizá estaban desvinculadas de los rigores teóricos, pero tenían un sólido asidero en la realidad política de los regímenes constitucionales contemporáneos. El uso abusivo de las normas, a pesar del sentido y finalidad de las mismas, configura contextos en los que la vigencia del constitucionalismo democrático sirve de fachada para fenómenos autoritarios.

El juez colombiano Humberto Sierra Porto nos recordó ejemplos concretos: el uso de la reforma constitucional para abrir la puerta a reelecciones presidenciales indefinidas; la constitucionalización de figuras como el arraigo y otras medidas de populismo punitivo (como la cadena perpetua o la prisión preventiva); restricciones al ejercicio de libertades basadas en razones de seguridad nacional, entre otras. Medidas como esas pueden tomarse a través de la constitución y, sin embargo, contradicen las finalidades del constitucionalismo moderno. Son, entonces, abusos constitucionales.

Algo similar puede suceder con la democracia. La vía electoral ha sido el vehículo por el que han llegado al poder proyectos políticos encabezados por personajes fascistas y radicales. Con frecuencia olvidamos que Hitler conquistó el poder a través de las urnas. El caso fue recordado con insistencia a lo largo del coloquio y no es casual que fueran los colegas brasileños quienes insistieran en el punto. El domingo pasado –dos días después de nuestro encuentro bogotano– se materializó la pesadilla.

“Bolsonaro es consecuencia –más que causa– de los dramas de Brasil”, explica José Natanson en un esclarecedor artículo sobre las razones económicas, culturales, religiosas e incluso antropológicas del triunfo político de un personaje fascista en las elecciones presidenciales brasileñas. El problema –añadiría yo– es que Bolsonaro, a su vez, será causa de muchos males para millones de personas dentro y fuera de Brasil. Su apología de la violencia, su misoginia, su homofobia, su racismo, etc., son una amenaza creíble para seres humanos de carne y hueso.

En lo personal quedé conmovido cuando, en el panel en el que expuse, un joven profesor brasileño –constitucionalista y democrático– nos compartió que comenzaba a sentir miedo por lo que decía durante sus lecciones. Al escucharlo caí en cuenta de que estamos de regreso en situaciones de facto dictatoriales. El miedo fundado al ejercer la libertad en la cátedra es un síntoma palpable y ominoso del autoritarismo rampante. En ese estado de cosas poco importa lo que diga la Constitución brasileña. En una realidad como esa, hablar de constitucionalismo democrático es una triste quimera, por decir lo menos.

Hace algunos años Michelangelo Bovero acuñó un par de neologismos que vienen a cuento. El primero de ellos, la kakistocracia, refiere a la mezcla de elementos que hace a los bolsonaros posibles. Se traduce como “el gobierno de los peores” y en el mismo convergen la ignorancia plebeya, la prepotencia oligárquica y la tiranía dictatorial. El segundo es la pleonocracia, fruto del connubio envenenado entre instituciones electorales y neoliberalismo económico; este concepto alude a las autocracias electivas en las que una mayoría política, una vez ganada una elección, impone su agenda al resto como si el poder fuera una cuestión de todo o nada. “Todo el poder a una parte del pueblo” no es un principio democrático, afirma Bovero.

Tal vez la calamidad no sea Bolsonaro, sino las condiciones que lo hacen posible. El problema es que inventamos al constitucionalismo democrático para inhibir y controlar esas condiciones. Nuestras herramientas eran la libertad, la igualdad sustantiva, la inclusión real, la autonomía personal, el debido proceso, la paz social. Conviene aceptarlo: estamos fracasando.