Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
09/11/2017
El catálogo de productos de la temporada electoral recién abierta ofrece reciclaje de viejas fórmulas y un nuevo producto: la confluencia de tres de los partidos del régimen del 96 en un Frente Ciudadano con intenciones de registrarse como coalición electoral dentro de unas cuantas semanas.
¿Qué ofrece el frente? ¿Es realmente distinta su oferta política, más allá de presentarse como la opción anti PRI y anti López Obrador? No queda claro de qué van. El dicho genérico en que confluyen –la intención de propiciar un “cambio de régimen”– suena hueco y poco precisa. ¿Qué están ofreciendo realmente los partidos pactantes cuando pregonan un cambio de esa envergadura?
Porque un régimen es cosa seria. No se trata simplemente de hacer unos cuantos cambios constitucionales, como se acostumbra por estos lares, para hacer más parlamentario al arreglo, de manera que, probablemente, se facilitare la formación de coaliciones estables. Eso tal vez generaría mayor certidumbre en los pactos entre partidos, pero no significaría en lo más mínimo un cambio de régimen.
Para proponer un cambio serio de régimen, lo primero que deberían decirnos los cruzados de tal hazaña es cuáles creen que son los rasgos más aberrantes del desaguisado estatal en el que vivimos. Cuáles son los pilares del arreglo político, económico y social que consideran periclitados, cuáles reglas –formales o informales– creen que sería indispensable cambiar, por dónde creen que debe empezar la demolición y cuál es el plan de reconstrucción, cuáles serán los primeros cimientos de un edificio que, de comenzar a construirse, tardaría años en alcanzar un perfil más o menos reconocible.
Como la demolición no puede ser abrupta –nadie en su sano juicio aspira a provocar un cambio revolucionario, violento–, lo más probable es que la criatura “nuevo régimen” se parezca en muchos rasgos a su ancestro, aunque niegue su progenie. De hecho, el régimen al que pretenden sustituir se construyó con los materiales reciclados del ancestro demolido. Los memes de inmediato mostraron el parentesco: las maneras de hacer las cosas, la venta de protecciones particulares, las formas de negociación de la desobediencia de las leyes, la intermediación clientelista como única vía para lograr alguna cobijo estatal para los más desfavorecidos, la tolerancia a la apropiación privada de los bienes y el espacio público: en resumen, un régimen de privilegios, de venta de protecciones particulares y control clientelista de las demandas de los más pobres.
El régimen de la época clásica del PRI fue un arreglo que tardó décadas en consolidarse, con base en una sucesión de pactos políticos a partir del constituyente de 1917 –el de 1929, cuando nació el PNR; el de 1938, cuando el acuerdo corporativo; el de 1946, cuando se establecieron las reglas para la venta de protecciones particulares a los empresarios beneficiarios de la estrategia de industrialización basada en la sustitución de importaciones–, y que ha dejado su traza en el efímero régimen pluralista de 1996, colapsado con estruendo.
¿Qué aplastó al régimen del 96? La pesada carga de su herencia. La pluralidad mexicana se construyó sin tocar al aparato burocrático del Estado, sin modificar un ápice las reglas de control corporativo de las organizaciones sociales, sin cambiar la capacidad discrecional de los agentes del Estado para vender protecciones particulares y negociar la desobediencia de la ley, sin cuestionar el reparto del empleo público entre preferidos y leales, sin modificar el carácter político de los instrumentos de procuración de justicia.
El régimen del PRI se consolidó cuando se aceptó que cada presidente fuera igual a Porfirio Díaz, aunque tan solo por seis años. El régimen del 96 pretendió asentarse sobre el compromiso de que todo gobierno de oposición pudiera comportarse como un gobierno del PRI: igual de arbitrario, de favorecedor de los parientes y amigos, vendedor de protecciones particulares: especialista en cobrar por la concesión de privilegios.
Todos los gobiernos emanados de las reglas de competencia establecidas a partir de 1996 –restringidas a la participación protagónica de los pactantes de entonces y a aquellos grupos capaces de mostrar músculo clientelista– han mantenido intacta la rebatiña por el empleo público y el control de los órganos del Estado por los cuates; han usado el control de la organización estatal para protegerse mutuamente y para medrar con base en la utilización arbitraria de la autoridad estatal.
¿Qué es indispensable modificar y –lo más relevante– qué es posible modificar de la herencia institucional de la incipiente democracia? ¿Cuáles serían los cambios puntuales que desatarían el cambio en el sistema de incentivos superviviente del régimen del PRI? No se trata de asuntos triviales. Las pretensiones grandilocuentes –lo hemos visto– conducen rápidamente a la frustración y el desencanto.
Si se trata de diseñar una nueva arquitectura institucional, con nuevos incentivos económicos, políticos y sociales, suena prudente comenzar por desmantelar algunas características del entramado de reglas existentes que puedan tener un efecto de cascada. ¿Cómo acabar con la capacidad estatal de distribuir privilegios de manera arbitraria? ¿Cómo hacer que el conocimiento, el mérito, la competencia y la innovación tecnológica sean premiados, en lugar de la lealtad, la aquiescencia lacayuna y la complicidad? ¿Cómo eliminar la negociación de la desobediencia de la ley?
La pregunta central es, entonces, por dónde empezar. Creo que el punto nodal del pacto siguiente debería ser la renuncia de los políticos al usufructo de privilegios y a la capacidad de distribuirlos entre los compradores de sus favores y sus redes clientelistas. Solo cambiará el régimen cuando se modifiquen sustancialmente las reglas para hacerse con rentas del Estado y cuando cambien las vías de acceso a la organización económica, social y política. Lo demás son pamplinas.