Jacqueline Peschard
El Universal
03/07/2017
En nuestro país, hemos demostrado que tenemos habilidades para crear nuevas instituciones, con diseños robustos y procesos innovadores que incorporan a la sociedad civil. Así lo demuestran la creación del INE, del INAI y más recientemente del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) que son instituciones relevantes para fortalecer nuestra incipiente vida democrática. Empero, una vez que estas instituciones empiezan a desplegar acciones para cumplir sus cometidos que, por cierto, con frecuencia afectan intereses creados, surge el canibalismo institucional que es uno de nuestros deportes favoritos. Apenas terminamos de construir edificios institucionales sólidos y ya estamos pensando cómo dañar sus cimientos, sobre todo si muestran tener autoridad moral para legitimar sus decisiones y actuaciones.
Tal parece que cuando la presión social empuja a la apertura institucional, las mismas instituciones y sus voceros, al verse afectados por los actos que se despliegan, se afanan en desacreditarlas. En lugar de que los actores públicos, gubernamentales y no, contribuyan a enriquecer el debate para fortalecer las funciones y tareas de dichos órganos, caen en la tentación de apostar a minar su credibilidad. Y llama la atención que a este deporte se sumen legisladores, además de comentaristas reconocidos y medios de comunicación, todos con capacidad para influir en la opinión pública. Lo que es cierto es que esta práctica contrainstitucional encuentra terreno fértil en el marco de una extendida desconfianza ciudadana.
La fórmula para desprestigiar a una institución es recurrir a afirmaciones maniqueas, basadas en información imprecisa, o en opiniones aisladas que se reiteran insistentemente. Al resaltarlas en esquemas de interpretación simplistas, cumplen bien al propósito de sembrar dudas sobre la integridad institucional.
A manera de ejemplo, al evaluar el desempeño del INE en las elecciones del pasado 4 de junio, se le presenta como una autoridad omisa y complaciente, pero sólo respecto de las dos contiendas controvertidas, sin considerar que las responsabilidades que comparte con los órganos electorales locales (OPLES) fueron las mismas en los cuatro estados con elecciones. De la misma manera, hoy se critica al INE por pretender regular la aparición pública de dirigentes de partidos políticos nacionales que aspiran a la candidatura presidencial, sin reconocer que la decisión fue producto de una sentencia reciente del Tribunal Electoral (TEPJF) que el INE debe acatar.
De otra parte, en días pasados, se ha atacado al naciente Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) que tiene el cometido de combatir esa gangrena del cuerpo social que es la corrupción. Aunque el SNA está conformado por las entidades públicas que tienen alguna responsabilidad en la cadena de detección, prevención, investigación y sanción de los actos de corrupción, la crítica se ha centrando en el órgano ciudadano —el Comité de Participación Ciudadana— y en particular, en el mecanismo de su integración que ocurrió en enero pasado.
A partir de las opiniones de dos de los participantes en el proceso de selección, que obtuvieron buenas calificaciones en la primera fase, pero al final no resultaron favorecidos, es decir, a partir de inconformidades que se desahogaron en su momento, cinco meses después se reprueba al órgano ciudadano del SNA.
A esta intención de desprestigiar se han sumado legisladores que reproducen las opiniones de que hubo opacidad y hasta conflicto de interés en un proceso de selección que los senadores depositaron en manos de ciudadanos designados por ellos. La crítica debería enfocarse a analizar toda la información que existe sobre el proceso para mejorarlo. La pregunta pertinente es ¿a quién beneficia erosionar la autoridad de quienes deben desarrollar tareas claves para la consolidación de nuestra frágil democracia?