Jacqueline Peschard
La Crónica
28/10/2020
El plebiscito nacional que se llevó a cabo el domingo pasado en Chile y que se calificó como histórico contrasta drásticamente con la consulta popular que habrá de realizarse en México en agosto del año entrante. El chileno es un ejemplo estelar de un mecanismo de consulta popular relevante, que habrá de tener un impacto significativo no sólo sobre el desempeño de las instituciones públicas de aquel país, sino sobre las relaciones entre la sociedad y el Estado. Se trató de un plebiscito, ni más ni menos, que para aprobar o rechazar la creación de una nueva Constitución que derogaría la de 1980, redactada en secreto durante el régimen de Pinochet y que sigue vigente todavía hoy.
Aunque dicha consulta fue convocada por el propio Presidente Piñera que encabeza un gobierno de centro derecha, fue resultado de un gran acuerdo político que incluyó a prácticamente todas las fuerzas políticas del Congreso chileno, incluido el Frente Amplio de Izquierda (sólo los legisladores del Partido Comunista no lo suscribieron), que estableció los términos de su realización y las dos preguntas que serían sometidas a los ciudadanos: 1) si se está de acuerdo o no con la redacción de una nueva Constitución y 2) qué órgano habrá de redactarla, una Convención mixta (parlamentarios, más ciudadanos electos), o una Convención constitucional (sólo de ciudadanos electos). Las preguntas mismas hablan de la dimensión de lo que estaba en juego en el plebiscito nacional.
Más allá de la importancia del acuerdo político que permitió su realización, hay que recordar que la convocatoria para la consulta surgió como respuesta a las grandes movilizaciones populares que duraron prácticamente todo el mes de octubre de 2019, congregadas inicialmente en contra del alza del precio del Metro de Santiago, pero que se extendieron a demandas a favor de mayor igualdad y para poner fin al sistema de privilegios y abusos de las élites políticas y económicas del país. El plebiscito cobra mayor relieve porque ocurre en un país que ha registrado los mejores índices macroeconómicos de América Latina, pero aparejados de altísimos niveles de desigualdad social y con un Estado que desde el régimen de Pinochet había renunciado a jugar un papel central en proveer los servicios sociales básicos como la educación o la salud, dejándolos en manos de privados.
Los resultados de la consulta que debería haberse realizado el 21 de abril, pero que la pandemia retrasó hasta el pasado 25 de octubre, refuerzan el significado de la misma. Se registró la votación más alta desde el plebiscito del NO a Pinochet de 1988 y cerca del 80% de los votantes aprobaron la nueva Constitución y el mecanismo vía Convención Constitucional para redactarla. El consenso fue abrumador y cabe agregar que sólo 5 de las 346 comunas que componen al país rechazaron cambiar la Carta Magna y 3 de ellas pertenecen a la región metropolitana de Santiago en donde se concentra el sector social con el mayor poder económico y el nivel educativo más alto del país. Parece claro que el rechazo está focalizado en un sector que teme perder sus privilegios y que apuesta a mantener el statu quo. La contundente respuesta ciudadana es una interpelación directa a las élites.
Una vez que se elija a la Convención Constitucional, formada por 155 integrantes, que tendrán el mandato de redactar y aprobar la nueva Constitución por mayoría calificada de 2/3 partes, ésta deberá de someterse una vez más a consulta popular en referéndum durante el segundo semestre de 2022. Es en ese mandato en donde se consuma la relevancia del plebiscito nacional del domingo pasado, aunque sería ingenuo pensar que ahí concluye la lucha de las movilizaciones de 2019, porque los contenidos de la nueva Constitución necesariamente habrán de surgir de un proceso de negociaciones y acuerdos políticos, además de que dicho marco legal tendrá que traducirse en políticas y programas para generar los cambios estructurales que la sociedad está reclamando.
No podría ser más abismal la distancia entre lo que sucedió el domingo pasado en Chile y lo que se está procesando en México para realizar la que será nuestra primera consulta popular, que ya fue aprobada por la SCJN y por el Congreso para que el INE la organice el primer domingo de agosto de 2021. Al igual que el plebiscito chileno, nuestra consulta fue convocada por el presidente de la República, pero a diferencia de aquella, ésta carece de relevancia porque no fue producto de una movilización ciudadana y porque, como mucho se ha insistido, aborda un tema que no depende del impulso ciudadano para acometerse como es la aplicación de la justicia para reducir los niveles de impunidad de las élites políticas del país. El significado de la consulta popular del año entrante se reduce a su carácter simbólico, de efectos electorales y en apoyo al poder presidencial, y por supuesto que no debería ser motivo de discusión el costo de la misma, que el INE ya calculó en cerca de $1,500 millones de pesos, si no fuera por la inutilidad y la simulación del ejercicio.