Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
01/10/2020
Según el discurso oficial, la desaparición de los fideicomisos, que está a punto de concretarse en el Congreso, se debe a que estos instrumentos fiduciarios han sido un vehículo especialmente útil para desaparecer dinero público. En efecto, la figura de los fideicomisos se presta para la opacidad y la corrupción, como bien saben los dirigentes del partido del Presidente, Morena, que los usó para dispersar recursos opacos en sus campañas provenientes de dinero en efectivo que recibió de fuentes anónimas, supuestamente para que el partido contribuyera a la reconstrucción, pero que muy probablemente nutrieron las arcas de campaña y rellenaron los bolsillos de sus operadores, como hace unos meses nos recordó Leonardo Núñez González en un artículo sobre el despropósito de extender la andanada extintora a los fideicomisos de ciencia y tecnología.
Hace un par de años, Fundar publicó un estupendo trabajo sobre la opacidad en la operación de diversos fideicomisos y, sin duda, algunos merecen la extinción, pero en la decisión del Presidente de hacer tabula rasa con los fideicomisos, el pretendido combate a la corrupción no es más que un pretexto para centralizar el uso de los 68 mil 500 millones de pesos que se encuentran dispersos en los 102 fideicomisos que la mayoría inconstitucional de Morena en el Congreso de la Unión está a punto de desaparecer por órdenes tajantes del Señor del Gran Poder, quien ha dictado su voluntad de hacerse con esos recursos para usarlos según su arbitrio y para evitar la cancelación de sus delirantes proyectos de infraestructura.
En lo que toca a los fideicomisos de ciencia y tecnología, el capricho presidencial es un total despropósito y es, de cabo a rabo, un acto de expropiación, pues no se trata de recursos fiscales, sino de dineros obtenidos por los centros de investigación de fundaciones y empresas privadas para llevar a cabo proyectos específicos. Buena parte de los dineros que ahí se encuentran depositados están comprometidos con contratos que se tiene que cumplir, por lo que no se los podrá apropiar el Presidente para tapar su boquete fiscal, pero lo que sí va a ser arrebatado al patrimonio de los centros de investigación son los overheads, que estos cobraban por gestionar los proyectos y que han sido tradicionalmente usados para contratar asistentes de investigación y para invertir en mejoras de infraestructura y tecnología, en un país donde la inversión pública en ciencia y tecnología ha sido ínfima y no ha alcanzado ni el uno por ciento del PIB.
Los fideicomisos han sido el mecanismo por el cual los centros de investigación han podido tener los medios para realizar investigación relevante con autonomía. La diversidad de proyectos, indispensable para que exista una academia viva, impulsados con recursos de fundaciones y empresas, ha generado incentivos para arraigar a académicos de primer nivel en el país y ha hecho que por lo menos algo de ciencia de punta se pueda hacer fuera de la UNAM, la UAM y el Politécnico y sin los obstáculos burocráticos con los que se enfrenta en las grandes universidades quien quisiere atraer recursos privados para inyectar a un proyecto específico. Además, han sido un mecanismo que ha facilitado la relación entre las empresas y la academia, indispensable para promover el desarrollo tecnológico propio, en un país en el que la innovación es mínima y la dependencia tecnológica casi absoluta.
El golpe a los fideicomisos va a obstaculizar absurdamente la vinculación entre la sociedad civil, las empresas y la academia. Es un golpe a la innovación, porque incluso si Conacyt abre un mecanismo para gestionar posibles convenios y contratos, la centralización hará mucho menos eficiente la distribución oportuna de los recursos y la posibilidad de desvío va a aumentar, no a disminuir. En la mejor tradición mexicana, en lugar de generar descentralización bien gestionada y transparente, la decisión ha sido centralizar.
Sospecho, sin embargo, que en la decisión de incluir en la aspiradora de recursos provenientes de los fideicomisos a los de los centros públicos de investigación más que el monto de lo expropiado, ha pesado la ideología: el neo estalinismo científico de la directora de Conacyt. El mapa mental de la doctora Álvarez Buylla, como ocurre siempre, tiene raigambre familiar. La comisaria para asuntos científicos de López Obrador está convencida, no es un secreto, que existe ciencia neoliberal y ciencia nacional–popular; es una creyente de la conspiración de la agroindustria contra la bondad de la agricultura tradicional y ve en la autonomía de los centros públicos de investigación una quinta columna contra el proyecto científico del nuevo régimen.
López Obrador ha dicho que confía plenamente en el criterio científico de la directora de Conacyt, por lo que ya decretó la cientificidad única, la correcta; la ciencia buena, la que sí se debe hacer para el servicio de la causa, la que desmonte el demoníaco neoliberalismo. De ahí su empeño por desaparecer los fideicomisos de ciencia y tecnología, pues los considera posibles resquicios para que se cuele el pensamiento neoliberal y sea el capital privado el que oriente la investigación. López Obrador ya decidió que Álvarez Buylla es su presidenta de su Academia de Ciencias y desde ahí dictará la buena ciencia que nutra su refundación.
Detrás de todo ello está, además, la obsesión centralizadora del Presidente de la República. En su fantasía, la centralización es el antídoto contra la corrupción y no entiende nada de asimetrías de información ni de problemas de agencia. Los freudianos dirían que es un anal retentivo, pero yo no me compro la terminología de esa secta pseudocientífica. De cualquier manera, está obsesionado por el control personal y pretende obediencia ciega, pues su proyecto no es el de un estadista sino el de un dictador megalómano. Y en ciencia y tecnología ya nos impuso a su Lysenko.