Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
15/10/2015
Villavicencio, departamento de Meta, Colombia. En esta ciudad de medio millón de habitantes —apenas a 80 kilómetros de Bogotá, pero alejada de la capital por la orografía, debido a la cual se hacen casi cuatro horas por carretera hasta esta entrada al llano, fértil y propicio para la ganadería— se está llevando a cabo el IV Diálogo sobre política de drogas: una perspectiva regional, organizado por el Ministerio de Justicia y del Derecho de la República, junto con la fundación Ideas para la Paz y con la colaboración de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la malhadada UNODC, que, sin embargo, participa en esta iniciativa gubernamental colombiana, parte del proceso de paz con la guerrilla de las FARC promovido por el presidente Juan Manuel Santos, bien encaminado a pesar de los obstáculos ingentes que aún debe sortear.
Pocos países en el mundo han vivido la tragedia de la guerra contra las drogas como Colombia. Si bien la guerrilla revolucionaria y su cauda de violencia preceden a la desatinada política de combate radical a la producción y oferta de sustancias psicoactivas promovida por el gobierno de Estados Unidos, la existencia de un mercado clandestino perseguido con denuedo, junto a las condiciones geográficas y sociales propicias para el cultivo de la hoja de coca y la producción de cocaína, le echaron gasolina a la hoguera de la guerra de guerrillas y dotaron a los rebeldes de una fuente ingente de recursos para comprar armas y mantener a sus huestes.
Gracias a las series de televisión y al cine tenemos mucha información sobre los carteles colombianos más conspicuos, aunque ésta no sea siempre fidedigna. Pablo Escobar es el antihéroe por excelencia de la nueva mitología regional y no han faltado las versiones maquilladas de la brutalidad de sus acciones, que sumieron a Colombia en el terror durante los años ochenta y primeros noventa del siglo pasado. Menos se sabe, en cambio, de la tragedia provocada a miles de familias y pueblos por las acciones guerrilleras, de pretendido afán justiciero.
En el origen de la guerrilla, es cierto, está la enorme concentración de la tierra y de la riqueza, con su corolario de pobreza y marginación, heredadas de la Colombia decimonónica y su estado oligárquico. Regiones enteras del país quedaron al margen de la protección de un Estado que, cuando llegaba a hacerse presente, era percibido más bien como amenaza. Un Estado débil, incapaz de controlar todo el territorio y al servicio de los intereses económicos, engendró la competencia de diferentes grupos guerrilleros, entre los que las FARC resultaron el más persistente, gracias en buena medida al control territorial de zonas de cultivo de hoja de coca, la cual han vendido a los productores de cocaína para su tráfico hacia los Estados Unidos.
Una de las paradojas de la cruzada contra las drogas emprendida por el gobierno de Nixon en la década de 1970 —librada sobre todo por los gobiernos de Reagan y Bush padre durante los años ochenta— es que entre más se combatía la oferta, más incentivos se generaban para la producción y el tráfico. Además, si en un lugar se logra erradicar la producción o si se cierra una ruta de tráfico, el cultivo aparece en otro lado y otra vía comercial se abre, con sus efectos corruptores y de destrucción del tejido social. Hoy mismo, en el Diálogo en el que participo aquí en Villavicencio, un experto de la UNODC ha mostrado gráficas de cómo después de todos estos años de lucha para exterminar el cultivo de coca en Colombia, la producción ha aumentado y si bien se ha erradicado la producción en algunas zonas, ésta ha crecido en otras regiones, mientras que la productividad de los fabricantes de cocaína también ha aumentado. Otra paradoja de la guerra contra las drogas es que dotó de recursos a unas organizaciones declaradamente anti norteamericanas y anticapitalistas.
Por eso, la paz en Colombia pasa por debatir abiertamente la política de drogas, con la misma importancia que la reforma agraria y la reinserción política de los guerrilleros. Son ya muchos los años trágicos producidos por una política mal encaminada. Desde luego se escuchan todavía voces, como las del representante de la UNODC, que aspiran a la erradicación de la producción y el tráfico, ecos del fallido mantra del ¡sí podemos! de la sesión especial de la Asamblea General de la ONU sobre drogas de 1998(UNGASS 1998), que clamó por un mundo libre de drogas. Hoy, sin embargo, el clima en América Latina, los Estados Unidos y Europa occidental, a unos meses de la nueva UNGASS sobre drogas, que se celebrará en abril de 2016, es muy distinto: parece haber quedado claro que es imposible esperar resultados diferentes si se sigue haciendo lo mismo.
Las voces que se escuchan mayoritariamente en este encuentro regional colombiano apuntan al cambio, a enfrentar la realidad del consumo de sustancias psicoactivas desde una perspectiva de salud, con nuevos marcos regulatorios. Por supuesto que la incertidumbre es grande y que nadie se atreve a esgrimir una varita mágica que solucione con un simple pase la ancestral violencia, pero hoy en Colombia la paz tiene una oportunidad en la deliberación desprejuiciada y abierta.