Ricardo Becerra
La Crónica
20/07/2021
Condenar el embargo o el bloqueo económico a Cuba sería una decisión diplomática digna de aplausos si lo que se buscara es un gesto de amistad inaugural entre gobiernos -digamos, en diciembre de 2018- afirmación de una coincidencia ideológica de larga data. Para el resto, hubiese sido comprensible.
Del mismo modo, la condena hubiese sido muy oportuna al inicio de la pandemia, dado que el encierro multiplicaría las privaciones, de por si insufribles en cualquier otra situación, más con un sádico bloqueo. Hubiese sido muy valiente oponerse al recrudecimiento del bloqueo que promovió con saña, “el amigo Trump” contra la isla, a lo largo de 2019, por ejemplo, como una definición de principios clara, frente al abuso del poder económico.
Pero no. En el escenario de las Naciones Unidas, la condena mexicana al bloqueo económico contra Cuba, ocurre precisamente para desentenderse de la movilización, la protesta, el alarido más amplio y más legítimo que haya escenificado la sociedad cubana en una generación. Se condena al bloqueo para no reconocer la legitimidad de la protesta.
En ese sentido, el papel de la política exterior de México no sólo se quedó corto, sino que le dio la espalda a un proceso popular que está allí, a la vista de todos, tumultuoso y cuyo desenlace se está jugando entre una salida desconocida, pero política, y un desenlace archiconocido, trágico, represivo, la vuelta a la oscuridad, de la que habla Leonardo Padura.
Si hacemos caso a las múltiples cartas y misivas que nos llegan de la isla, a sus imágenes y sus mensajes videograbados con música y sin ella, desde hace un buen rato existen las condiciones políticas para que en Cuba se instaure un diálogo, por necesidad, un reconocimiento de un interlocutor distinto al gobierno cubano que sepa recoger y expresar las demandas de esa muchedumbre airada que todos hemos visto en la última semana y cuyas demandas no pueden ser más claras y genuinas: comida, medicinas, electricidad y libertad.
En otras palabras: va siendo hora de dejar que los cubanos hablen y por tanto, de reconocer que en la isla existen distintas voces, en plural, legítimas que deben ser escuchadas en una mesa propiciatoria, cuya primera misión sea evitar cualquier desenlace violento y cualquier tipo de intervención extranjera.
Es la hora de las palabras clásicas de la buena política: escucha, diálogo, reconciliación, apertura, cambio, entendimiento y transición democrática.
El gobierno de México y su cancillería pueden sentirse satisfechos por haber repetido en la ONU el papel que deseaba el dictador Díaz Canel; pero en Cuba existe un problema y un movimiento social mayor; uno que reclama mucho más que la reiteración del estribillo extraído con prisas, de los viejos manuales de la guerra fría.