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El debate público

Con ustedes, la posverdad

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

22/11/2016

Los Diccionarios Oxford la acaban de consagrar como la palabra del año. Es un término que “denota circunstancias en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia en la conformación de la opinión pública que los llamados a la emoción y las creencias personales”. Se trata de la posverdad.

Quizá en la moda en torno a ese vocablo hay demasiados aspavientos para designar a la arcaica propensión de las sociedades para creer en tonterías, o para definir sus preferencias y decisiones a partir de hechos falsos. Si la gente actuara siempre a partir de consideraciones racionales los embaucadores no encontrarían clientela, la televisión comercial mexicana no tendría audiencia, los ciudadanos no tropezarían con el mismo error al votar una y otra vez por los mismos partidos que no les cumplen y nadie creería en los horóscopos.

La lid por la racionalidad es una tarea permanente e inagotable. Conjeturas, falsedades y creencias se superponen con tanta frecuencia que siempre será preciso un esfuerzo lógico para desmontarlas, explicarlas y desmitificarlas. Pero a estas alturas del desarrollo civilizatorio parecía que los hechos habían quedado deslindados de las suposiciones al menos en los principales circuitos en donde se discuten los asuntos públicos. El triunfo de Donald Trump, y con él la victoria del engaño a gran escala como instrumento esencial de clientelismo político, recuerdan que la gente no siempre tiene la razón. Ese resultado electoral, además, subraya la crisis de credibilidad que se extiende en los principales agentes que median entre el poder y la sociedad: los políticos y los medios de comunicación.

A esa proliferación de versiones falsas que terminan por imperar en las creencias de sectores importantes de la sociedad se le ha llamado posverdad. El término fue empleado hace casi un cuarto de siglo por el dramaturgo Steve Tesich en un artículo en la revista The Nation. Luego lo desarrolló el también escritor Ralph Keynes en el The Post-Truth Era, libro publicado en 2004. Allí se dice que “aunque siempre ha habido mentirosos, las mentiras habitualmente se decían con vacilación, con un dejo de ansiedad, algo de culpa, un poco de vergüenza, al menos un poco de timidez. Ahora, gente lista que somos, hemos llegado a crear razones para manipular con la verdad para que podamos estar libres de culpa. A eso le llamo posverdad. Vivimos en una era posverdad”. En 2005 el comediante Stephen Colbert acuñó el término truthiness que es “la cualidad de preferir conceptos o hechos que uno quisiera que fueran ciertos, mas que conceptos o hechos que se sabe son ciertos”.

No deja de ser sintomático que esos vocablos hayan sido inicialmente empleados por escritores de teatro y televisión. La posverdad y sus derivados aparecen en un espacio público dominado por el mundo del espectáculo y en el que se difuminan las fronteras entre la información y el entretenimiento. La ficción tiene el mérito impar de construir realidades artificiosas en las que nos dejamos envolver. Pero por lo general sabemos distinguir entre los mundos impostados que son resultado de la fantasía y la creatividad y la realidad que se nutre de hechos tangibles y ciertos. Los medios de comunicación habitualmente han aclarado las diferencias entre falsedad y realidad, o al menos eso esperan de ellos sus audiencias.

Lo que ha ocurrido recientemente es que en distintos procesos políticos la irrealidad se ha fundido, en la apreciación de grandes segmentos de la sociedad, con la verdad. O, dicho de otra manera, mucha gente ha comenzado a creer y compartir de manera ostensible muchas mentiras y a tomar decisiones a partir de ellas. Eso sucedió en el Reino Unido en junio pasado cuando millones de personas votaron por salir de la Unión Europea debido a las falsedades sobre el comercio y la migración que propalaron los promotores de esa nueva autarquía británica. Y en Colombia, en octubre, cuando el plebiscito fue ganado por grupos que difundieron mentiras acerca de los acuerdos de paz.

El auge de la posverdad en la elección presidencial en Estados Unidos fue señalado dos meses antes de las votaciones por The Economist que, para referirse a Donald Trump, deploró “El arte de mentir”. La “política posverdad, se decía allí, es la confianza en afirmaciones que ‘se sienten verdaderas’ pero que realmente no tienen bases”.

Mentirosos, siempre los ha habido en el quehacer político. La singularidad de los procesos recientes radica en que algunas visibles mentiras se expanden en un entorno dominado por la confrontación, la desconfianza y la debilidad de políticos y medios de comunicación para deslindar las falsedades, de los hechos. Las falsedades así propaladas no forman parte de ningún debate porque circulan en segmentos distintos del espacio público. Dentro de ese entorno ocupado por los medios de comunicación, pero además ahora por numerosas fuentes de información y de manera destacada por las redes sociodigitales, las mentiras se desplazan por unos canales y los argumentos capaces de contrastarlas, o refutarlas, por otros.

Los promotores de falsedades, incluso, no se proponen convencer ni debatir en los cauces que ocupan los grandes medios ni con los operadores o comentaristas mediáticos que podrían discrepar con ellos. Su objetivo son grandes núcleos de ciudadanos descontentos, y además impresionables, que no confían en los medios convencionales y que encuentran en las redes sociodigitales las versiones en las que quieren creer.

No se trata de una disputa por los hechos, sino por creencias. Como apuntó The Economist: “En alguna ocasión, el propósito de la mentira política era crear una visión falsa del mundo. Las mentiras de hombres como Trump no funcionan de esa manera. No tienen el propósito de convencer a las elites, en las cuales los votantes a los que se dirigen no tienen confianza ni les gustan, sino reforzar prejuicios”.

Durante la campaña presidencial en Estados Unidos las “noticias” falsas suscitaron más interés que los acontecimientos verdaderos. El portal de noticias BuzzFeed midió las adhesiones en Facebook a 20 notas falsas de gran repercusión y a 20 hechos auténticos. De las historias falsas, todas excepto tres eran favorables a Donald Trump y adversas a Hillary Clinton.

Entre el 1 de agosto y el día de la elección en noviembre las 20 notas falsas, propaladas desde portales de ultraderecha o de escándalo, reunieron 8 millones 711 000 reenvíos, reacciones y comentarios en Facebook. Las 20 notas verdaderas se originaron en sitios de noticias establecidos como el Washington Post, CNN, Fox News y el New York Times y tuvieron 7 millones 367 mil.

Cinco de las diez notas falsas con más adhesiones fueron difundidas por el sitio Ending the Fed (o ETF News) creado hace pocos meses. Una historia que aseguraba que el Papa respaldaba a Trump recibió 960 mil respaldos en Facebook. Otra, sobre presuntas revelaciones (todas falsas) de los correos de Hillary Clinton, 754 mil. Una más según la cual esa candidata había sido inhabilitada para ocupar cualquier cargo público, 701 mil. Las cinco notas falsas más difundidas de Ending The Fed recibieron 2 millones 415 mil adhesiones. Las cinco notas serias más difundidas de The New York Times tuvieron un millón 622 mil respaldos de esa índole.

La constatación de la facilidad que encuentran las mentiras para circular por las redes sociodigitales ha suscitado agrios reclamos a Facebook. Ayer domingo, el editorial de The New York Times reiteró la exigencia a Mark Zuckerberg, creador y accionista principal de esa red, para que los algoritmos que organizan la información en los perfiles de casa usuario dejen fuera las noticias falsas. Sin embargo el problema no es la plataforma que propala esa información sino la disposición de millones de usuarios para creer tales mentiras, hacerlas suyas al compartirlas y, eventualmente, tomar decisiones políticas —entre ellas su voto en las urnas— a partir de esas falsedades.

En las redes sociodigitales los contenidos que vemos son los que colocan las personas o instituciones con las que hemos manifestado afinidad. Nuestros amigos o seguidores, o aquellos a quienes hemos resuelto seguir, habitualmente tienen puntos de vista similares a los nuestros. Así que, envueltos en esas redes, nos encapsulamos en micro ambientes nutridos por información, y por apreciaciones, con las que estamos de acuerdo. Nuestros puntos de vista, y con ellos los prejuicios, las simpatías y antipatías que ya tenemos, se reproducen y refuerzan en esos micro climas. Quienes quieren creer que Hillary Clinton es socia de un grupo terrorista, por absurda que sea esa versión, encontrarán divertido e incluso considerarán relevante propagarla y, así, nutrirán de nuevos prejuicios y falsedades a otros con prejuicios parecidos.

Esos entornos autorreferenciales han reemplazado al ecosistema informativo antaño acaparado por los medios de comunicación que ofrecen el indispensable servicio de jerarquizar y legitimar la información. Los errores, la manipulación y el distanciamiento de esos medios respecto de los ciudadanos han contribuido al desprestigio que ahora les resta credibilidad y audiencias. Pero sobre todo la extrema simplificación de los asuntos públicos propalada por medios convencionales y redes digitales, el auge de políticos mentirosos que lucran con los prejuicios y el desencanto, así como la necedad y la simpleza de no pocos ciudadanos, se conjugan para que las falsedades —que siempre han existido— adquieran tal credibilidad. Quizá, como explicó en estas páginas el viernes 18 nuestro colega Fran Ruiz, no estamos ante una fase definida por la posverdad sino por el neoidiotismo. Hay que partir de ese terrible reconocimiento para reconstruir un espacio público en donde los hechos no sean abrumados por las creencias.