Lorenzo Córdova
El Universal
09/02/2023
En democracia, todo cambio a las leyes debería apostar por cumplir con una serie de condiciones de las que, si bien no depende su vigencia formal, sí son determinantes de su éxito para satisfacer efectivamente las necesidades sociales que la motivan o bien los objetivos que se persiguen.
Parto de dos obviedades: a) las leyes no son necesariamente buenas o malas en sí, de modo abstracto, sino que son una mera expresión de una decisión política (esta sí, buena o mala) en el seno de un régimen determinado; y b) una ley no es democrática o autocrática en sí, sino que ese carácter lo determina el modo, incluyente o impuesto, con el que ésta se procesó y si el órgano que la crea es o no representativo de la pluralidad política de la sociedad de que se trata.
Así, una norma democrática depende de que en su creación se hayan cumplido una serie de procedimientos formales básicos que la distinguen de una de tipo autocrático. Esencialmente, en primer lugar, que se haya aprobado por una mayoría legitimada para tomar las decisiones (simple, tratándose de leyes ordinarias, o calificada, si se trata de reformas constitucionales —en el caso mexicano—) y, en segundo lugar, que los contenidos de esa ley no anulen, lesionen o restrinjan los derechos de las personas (particularmente de las más desprotegidas frente al poder, es decir a las minorías), salvo en casos excepcionales, con causas justificadas y siguiendo una serie de reglas específicas.
Pero cuando hablamos de cambios a las normas electorales, es decir a las que establecen las reglas del juego de acceso al poder político de una sociedad, hay una serie de condiciones adicionales que no solo el buen juicio, sino también la prudencia y el compromiso democrático suponen. Identifico al menos cinco condiciones que toda reforma electoral debería cumplir:
Que sea producto del mayor consenso político posible entre los actores que tendrán que someterse a esas reglas, y no de la disputa entre las fuerzas políticas. Ello supone que una reforma electoral debe recoger las preocupaciones de las oposiciones y no (al menos no solo) las de la fuerza política gobernante. Ello sirve para matizar las propias posturas e incorporar las preocupaciones de los otros. El juego democrático, por definición, debe ser incluyente y eso implica que todos los jugadores acepten a priori las reglas con las que van a tener que competir. De no ocurrir así, las reglas están condenadas a convertirse en la fuente de los problemas y no de su solución.
En consecuencia, una reforma electoral deber servir para mejorar lo que se tiene, no para descomponerlo. La lógica que debe inspirarla es de tipo progresivo, identificando los problemas que se van presentando en el camino e introducir mejoras para resolverlos.
Que se haga con información y diagnósticos adecuados no con filias y fobias o peor aún, a partir de rencores o agravios —reales o inventados—. Una reforma electoral debe identificar qué problemas o necesidades enfrenta un sistema político, analizar las posibles soluciones, ponderarlas a la luz de la experiencia propia o comparada, y decidir cuál es la más oportuna y conveniente. En un tema tan delicado del que depende la paz pública, como son las elecciones, no debe haber cabida para la improvisación o la mera subjetividad.
Que sea el resultado de una amplia discusión pública, seria e informada en la que se ponderen las posturas de todas las partes, pero también de los expertos, de la academia, de las organizaciones sociales y de los propios operadores electorales (quienes van a ser los responsables de aplicar y vigilar el cumplimiento de las reglas del juego).
Finalmente, que los cambios se pongan a prueba en contextos de bajo o menor riesgo (como ha ocurrido, por cierto, desde 1996 en México, en donde todas las reformas se han puesto a prueba en elecciones intermedias y no en comicios presidenciales), particularmente si suponen una transformación radical de las reglas, procedimientos o instituciones electorales.
Lamentablemente ninguna de estas condiciones se ha cumplido con el así llamado “Plan B”, lo que anticipa que, de prosperar, estaremos inevitablemente —e innecesariamente— en problemas.