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El debate público

Confusión y contradicciones en materia educativa

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

30/08/2018

 

Desde antes de comenzar su campaña formal por la presidencia, López Obrador ha afirmado una y otra vez que cancelará la “mal llamada” reforma educativa. Lo reiteró en los debates y de nuevo usó la frase hecha el día de la reunión de arranque del proceso de transición, en Palacio Nacional, durante la conferencia de prensa que compartió con el espectro de Peña Nieto. Junto con su ofrecimiento de que no haya rechazados en el ingreso a la educación superior, para lo que creará cien universidades, la cantaleta contra la reforma ha sido lo único que el Presidente electo ha planteado sobre educación.

La propuesta de cancelación ha sido genérica. Incluso cuando anunció que enviará de inmediato las iniciativas para echar atrás la reforma, su planteamiento fue ambiguo: no dijo si se refería a la reforma constitucional de 2013, si a todas las leyes reglamentarias o solo a alguna de ellas. La contundente vaguedad de la afirmación es, sin duda, intencional: con su retintín demagógico, el Presidente electo mantiene su fantasía de rompimiento, pero sin definir con exactitud hasta dónde pretende dar reversa o hacia donde quiere ir.

Si se toma literalmente la afirmación del próximo Presidente, la cancelación tendría que llegar a la médula de la reforma: los cambios constitucionales que establecieron un sistema de carrera para el magisterio con criterios de ingreso, promoción y permanencia basados en el mérito, y un sistema nacional de evaluación regido por un órgano constitucional autónomo. No ha habido, en materia de educación básica y media, una sola propuesta en sentido positivo. Si nos atenemos a sus dichos, su proyecto consiste en volver al statu quo existente hasta 2012, con todo el sistema de educación básica y parte de la media en manos de una u otra facción del monopólico Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, que desde 1946 ha controlado todo el sistema de carrera de los profesores y se ha apropiado de buena parte del presupuesto educativo durante siete décadas.

Hay signos ominosos que hacen pensar que Presidente López Obrador pretende devolverles un papel primordial a ambos bandos del sindicalismo magisterial. Una suerte de política de apaciguamiento con base en el retorno a un modelo de gobernación del sistema educativo de carácter corporativo –un arreglo que, por cierto, la reforma de 2013 no desmontó del todo, pues apenas y les redujo a las facciones sindicales su capacidad para distribuir las plazas, mientras la influencia sindical en el resto de los ámbitos distributivos relacionados con la educación sigue intacta en la mayoría de los estados–. Durante su campaña, en el reparto de candidaturas y en sus dichos, se reflejó una cercanía no desmentida con el grupo sindical de Elba Esther Gordillo y su ámbito de influencia, mientras su alianza con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación –partidaria de la demolición de la reforma hasta los cimientos constitucionales– ha sido explícita.

Sin embargo, el nombramiento de Esteban Moctezuma, un conservador pragmático, al frente de la secretaría de educación y la llegada a su equipo de Gilberto Guevara Niebla, puede querer decir que posiblemente la “cancelación” se centre en el sistema de evaluación del desempeño y los efectos realmente punitivos del diseño actual. Si así fuere, estaríamos en un escenario positivo, ante una posibilidad de ajuste institucional incremental a partir de la renegociación entre las partes. El sistema del servicio profesional docente tiene grandes “oportunidades de mejora”, como dice el cursi tópico, desde sus fundamentos mismos. Lo que no puede ser echado atrás, en cambio, a costa de restaurar sin remedio el control corporativo del sistema, es el criterio de profesionalización basado en el mérito establecido por el artículo tercero.

El fracaso de la reforma educativa de Peña Nieto estuvo, desde el origen, en el diseño de una ley del servicio profesional docente muy poco atractiva para los profesores en ejercicio, amenazante, y sin mecanismos para la adaptación al nuevo sistema de incentivos. Una reforma que se hizo casi contra los maestros, no para involucrarlos e ilusionar al menos a los más dedicados. No conozco a ningún grupo de profesores entusiastas de la reforma y ello, entre más de un millón de docentes, no puede ser mero resultado de décadas de control corporativo. Y sin el entusiasmo de al menos una parte sustancial de los profesores realmente existentes, los efectos reales de la reforma sobre la calidad educativa serán ínfimos y, en todo caso, se harían notar al completarse el relevo de los profesores actualmente en activo.

La reforma de la reforma se podría centrar en el rediseño completo del sistema profesional docente, sin eliminar los concursos de ingreso y de promoción, pero con la inclusión de concursos de promoción en la función con aumentos sustanciales de ingresos entre categoría y categoría. La evaluación del desempeño tendría, así, un carácter promocional, en lugar de estar asociado a un sistema sancionador. Los colegios profesionales podrían ser la vía de democratización de la representación magisterial y de canalización de su participación en las comisiones dictaminadoras de concursos del sistema de carrera.

Una buena parte de un posible aumento en el gasto educativo debería orientarse a la creación de un sistema nacional de formación continua del magisterio, mientras que otro buen tanto se debería destinar al aumento salarial progresivo de los profesores que entren al sistema de promoción en la carrera. Con ello se ganaría el respaldo de los profesores a un modelo educativo novedoso que impulsara el aumento de las competencias de los estudiantes mexicanos.

Sin embargo, López Obrador no está comprometido con el desempeño del sistema educativo en el largo plazo. Su vista está colocada no en la calidad de la educación básica y media –en la cual, por cierto, se concentra el mayor porcentaje de deserción–, sino en la cobertura de la educación superior hoy, supongo que con la idea de que la incorporación de los jóvenes a la educación superior va a contribuir a disminuir la violencia y a mejorar las expectativas de futuro de la generación que está llegando ahora a la edad laboral. El riesgo es que sus cien universidades, de nacer, sean meras simulaciones, con niveles ínfimos de calidad, un gasto enorme que solo aplace la incorporación al mercado de trabajo sin mejorar realmente las expectativas salariales y de bienestar, tanto por la falta de crecimiento del empleo como por la baja formación que no capacite realmente para el tipo de trabajo que el cambio tecnológico irá creando.