Jacqueline Peschard
El Universal
06/02/2016
Si algo distinguió a nuestra Constitución de 1917 que está cumpliendo cien años, fue que fortaleció derechos políticos, e incorporó derechos sociales en los artículos 123 y 27. En los años recientes, buena parte de las reformas a nuestro máximo ordenamiento legal se han dedicado a reconocer y ampliar derechos políticos, cívicos y humanos en general y a construir instituciones encargadas de garantizarlos: la CNDH, el INE, el Conapred, el INAI, etc. Además, la reforma al artículo 1º constitucional de junio de 2011 fue el momento culminante de dicha tendencia al poner en el centro de nuestro sistema legal el respeto a los derechos humanos y hacer que su vigencia tuviera una fuente tanto nacional, como internacional.
Pero los avances normativos que hemos logrado en materia de derechos humanos no se corresponden con prácticas sociales efectivas para su cumplimiento. La corrupción es una gangrena que socava las instituciones de nuestro maltrecho Estado de Derecho, ahonda la desconfianza de los ciudadanos en sus autoridades públicas, pero de manera subrayada, obstaculiza el goce de los derechos fundamentales. Por más que tales derechos estén contemplados en nuestra Constitución, la permisibilidad institucional que existe respecto de la corrupción impide que podamos ejercitarlos. A veces se nos olvida que las redes cada vez más sofisticadas de corrupción no sólo dañan nuestras instituciones públicas, sino que impiden que se actualicen los derechos que hemos conquistado en el curso de nuestro incipiente desarrollo democrático.
Y hay muchos ejemplos de cómo nuestros derechos se ven minados por la corrupción y la impunidad. Está documentado con amplitud que nuestro país es el más peligroso para el desarrollo del periodismo y el despliegue del derecho a la libertad de expresión. De acuerdo con el reciente Informe de Reporteros Sin Fronteras (02/02/2017), México ofrece un deplorable ambiente de trabajo para los periodistas, en particular en el estado de Veracruz que es la zona más peligrosa de América Latina para desarrollar la profesión. La prensa en nuestro país enfrenta cárteles ultraviolentos, pero también políticos corruptos que amenazan e intimidan a los reporteros. Entre 2000 y 2016, se registraron 99 asesinatos de periodistas en México y el 20% ocurrió en Veracruz, lo cual es una muestra de la ineficacia de los mecanismos de protección y de las instituciones de justicia que existen. Esta impunidad crónica erosiona la integridad del periodismo y milita en contra del derecho a la libertad de prensa.
La violencia contra las mujeres y el número creciente de asesinatos que, de acuerdo con Amnistía Internacional, alcanza a 7 diarios en México, sin que sean atendidos o investigados por la justicia, refleja que existe un entramado de complicidades, abusos de autoridad y desviación de recursos presupuestarios, que los hace posibles. Ya en 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su sentencia respecto del Campo Algodonero condenaba al Estado mexicano por no garantizar el derecho de las mujeres que eran desaparecidas, torturadas y asesinadas. El agravio tiene ya mucho tiempo.
La corrupción también ha dañado el ejercicio de los derechos humanos de la infancia, que se incorporaron explícitamente al artículo 4º constitucional en el año 2000. La denuncia reciente sobre la utilización de placebos en el tratamiento de niños enfermos de cáncer en Veracruz ejemplifica con nitidez cómo la corrupción es una práctica que erosiona los derechos de personas indefensas como las niñas y los niños.
Por más que exista el mandato constitucional para su defensa y garantía, el carácter corrosivo de la corrupción atenta contra los derechos humanos, dejándolo.