Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
24/09/2015
Desde su origen, la burocracia mexicana se constituyó como una maquinaria de reparto de parcelas de poder con capacidad de negociación personal de las leyes y normas que supuestamente debía hacer cumplir. Heredera de la trayectoria patrimonial de la burocracia española, la administración pública que finalmente se desplegó como un aparato nacional durante el Porfiriato logró resolver el problema de agencia y la precariedad fiscal del Estado para pagar a sus funcionarios otorgándoles a éstos manga ancha para administrar de manera particular el conjunto normativo y de atribuciones que les correspondía aplicar. Aquella manera de hacer las cosas de la burocracia se reprodujo y perfeccionó una vez que se reconstruyó el Estado y alcanzó su madurez durante la época clásica del régimen del PRI.
Una parte fundamental del arreglo que permitió la extensión de la presencia del Estado hasta en el último rincón del país fue el sistema de botín en la asignación del empleo público: todos los cargos, desde el policía de la esquina hasta el director general más encumbrado, se han asignado tradicionalmente por afinidades amistosas o políticas, como intercambio de favores o acuerdos entre grupos. Así, la relación entre los jefes y los subordinados ha sido siempre la de patrón—cliente, con la consecuencia de que el sistema de incentivos de la administración pública mexicana ha sido político y de lealtades personales, no de capacidades profesionales, responsabilidad y buen desempeño.
Se trata de un diseño institucional desarrollado para que grupos particulares de funcionarios y políticos se pudieran apropiar de parcelas de rentas del Estado en beneficios de sus intereses particulares, no un producto de alguna determinación cultural abstracta. También ha sido un mecanismo racional para resolver la debilidad del Estado: como no había dinero para pagar bien a los policías, los inspectores o a los encargados de otorgar un permiso o una licencia, de hacer un acta de nacimiento o llevar a cabo un matrimonio civil, entonces se les concedía informalmente a cada uno de estos agentes estatales la posibilidad de cobrar de manera privada por sus buenos oficios o de quedarse con una parte de los recursos que de otra manera deberían ingresar a las arcas del Estado.
La corrupción se convirtió, así, en parte nodal del arreglo político. La disciplina y la lealtad que alcanzó el PRI entre la burocracia durante su época clásica de dominio hegemónico se debió no tanto a una afinidad ideológica con un proyecto, como a las ventajas privadas que generaba la pertenencia a la red de complicidades que implicaba la posesión de un empleo público. No era una cuestión de degeneración moral sino una manera de hacer las cosas que imperaba en todos los ámbitos del ejercicio del poder, aunque fuera desde una ventanilla de trámites.
El problema de ese arreglo no sólo es que sea éticamente reprobable, sino que es terriblemente ineficiente y reproduce la desigualdad. Bajo sus reglas, la ley no es un marco que se aplique de manera pareja a todos por igual, sino una frontera para la negociación en la que sacan ventaja los que más tiene o los que más presión pueden ejercer. Las protecciones particularistas benefician a los ineficientes que se cobijan en el patronazgo oficial para no competir; los validos y los que se mochan obtienen los contratos, no los mejor capacitados para hacer las obras a menor costo. Con ese arreglo, los servicios públicos no se otorgan de manera indiscriminada, sino que cada prestación depende de un intercambio clientelista: si votas por mi te doy, si no, no. El país desigual, de servicios malos, calles llenas de baches, inseguro, contaminado y pobre, con políticos obscenamente enriquecidos es producto de ese arreglo institucional que se chupa la potencial riqueza nacional.
De ahí que la construcción del sistema nacional anticorrupción adquiera una importancia central. Por primera vez, se está planteando la posibilidad de un marco de reglas del juego claro e integral para limitar la capacidad de extracción patrimonial de rentas públicas. La reforma constitucional aprobada hace unos meses es la piedra fundacional de lo que puede ser el primer marco institucional no fragmentado para la rendición de cuentas en el Estado mexicano. Sin embargo, para que no sea una más de las declaraciones de principios a las que nos han acostumbrados los políticos mexicanos, es indispensable que aterrice en un aparato de legislación secundaria bien diseñado, sin reglas absurdas que paradójicamente creen nuevos incentivos para la corrupción, pero que sean contundentes, de aplicación sencilla y eficaz y que tengan los suficientes dientes para inhibir la utilización privada de los puestos públicos.
Un grupo amplio de organizaciones y ciudadanos, encabezados por la Red para la Rendición de Cuentas, hemos firmado y hecho publico un manifiesto dirigido a los legisladores para que aborden la elaboración de la legislación secundaria del sistema de manera ordenada e integral, sin convertir a cada ordenamiento en un objeto de intercambio de concesiones mutuas entre los partidos. Se trata de un paquete normativo complejo que debe incluir dos leyes generales, tres leyes orgánicas y varios desarrollos legislativos de carácter local que deberán tener coherencia entre sí. En el manifiesto exponemos los lineamientos generales que, creemos, se deben tomar en consideración para que el sistema no se convierta en un elefante blanco legislativo.
Se trata—dice el manifiesto— de construir un sistema capaz de procesar el hecho de que la corrupción sucede generalmente a través de redes integradas por servidores públicos y particulares —no sólo empresas, sino sindicatos, partidos políticos y poderes fácticos—; que esas redes se organizan para obtener un provecho personal o colectivo derivado del ejercicio de las atribuciones o del uso de los recursos otorgados a los servidores públicos, causando siempre un daño al patrimonio del país e impidiendo el ejercicio pleno de los derechos humanos; y que la evidencia de este fenómeno debe encontrarse en el enriquecimiento inexplicable o la alienación de las atribuciones a favor del patrimonio personal o los intereses de servidores públicos o particulares coludidos.
El reto es enorme pero, si se da, México habrá dado un paso más en la construcción de un orden social de acceso abierto sin privilegios clientelistas y beneficios patrimonialista. Desde luego quedará pendiente la auténtica profesionalización del servicio público para acabar con el sistema de botín, pero todo proceso de cambio institucional avanza incrementalmente.