Ricardo Becerra
La Crónica
12/07/2022
Gilberto Guevara Niebla comenzó el debate con una pregunta ¿Por qué los maestros mexicanos de primaria y secundaria, los protagonistas innegables del asunto, no han intervenido en el proceso de cambio de los planes y programas de estudio que se propone el gobierno de López Obrador? ¿Por qué no han respondido a las críticas groseras y lapidarias proferidas en su contra por los personeros e ideólogos de tal cambio? Es un silencio inexplicable que está permitiendo una de las peores destrucciones institucionales y culturales en este sexenio.
Jorge Javier Romero responde: porque en los últimos cinco años, se ha entablado una vasta operación política que va, desde la destrucción de la reforma educativa de 2013, la eliminación de todo el sistema de evaluación de los propios maestros, el otorgamiento de nuevas facultades para la gestión de plazas, hasta -como recordó también la doctora Elisa Bonilla- la basificación instantánea y repentina de medio millón de docentes este mismo año.
Esta serie de concesiones y de acuerdos con los sindicatos y con sus líderes estatales y seccionales puede bautizarse -según Romero- como el “gran apaciguamiento”. Un éxito político corporativo para conceder un retroceso cultural y educativo.
En ese sentido, el cambio político precedió al pretendido cambio curricular: primero el control corporado del magisterio, para luego dar paso a la instauración de una educación intensamente ideologizada, un comunitarismo de base, como nueva piedra angular de la educación básica.
En el mismo foro (www.ietd.org.mx) Guevara Niebla lo dejó patente: se trata de quitarle el carácter nacional a la educación para que la realidad de lo local, lo micro-local, la experiencia inmediata donde los niños y jóvenes coexisten, sustituya a todo insumo, contenido y material de la formación básica. Mejor los saberes de mi localidad, que los saberes del universalismo.
Lo que estamos viviendo no tiene precedente en la discusión educativa y cultural de México. No sé si sea necesario acudir a los siglos XVIII o XIX para encontrar ideas o nociones comunitaristas, de carácter religioso o indigenista como las que soportan esta reforma. Estamos ante una pretensión extrema de la educación “desde el pueblo” pero al servicio de una política, o mejor, de una educación militante (“emancipadora” le dicen) que también recuerda los experimentos del maoísmo en la revolución cultural china.
No estoy exagerando. La demolición que se busca llevar a cabo en el ámbito educativo es alucinante, la escuela puesta de cabeza, donde las nociones que cimentaron la educación pública de México (desde Vasconcelos) calidad, mérito y evaluación habrán sido expulsadas, un universo donde ya no importará la relevancia formativa de los saberes que se enseñan ni la pertinencia de lo que se aprende. Los roles del maestro y del alumno perderán todo sentido, los exámenes, la demostración del saber adquirido y hasta la asistencia a clases serán colocadas en un segundo o tercer plano.
El diagnóstico en el que se parapeta este borrador fue formulado por un colérico Marx Arriaga: “La educación se convirtió en una moneda de cambio, en un negocio que absorbe miles de millones de pesos al año con la promesa de calidad, crecimiento, enciclopedismo, especialización, competencias, etcétera, todo para generar un modelo meritocrático, elitista, patriarcal y racista, que utiliza la educación como un factor de legitimización de la diferencia, del clasismo y de la supuesta movilidad social” (https://bit.ly/3yXxIxT). ¿Esta sentencia es aceptada, así nada más, por los maestros mexicanos?
Quiero insistir: estamos ante el ámbito de destrucción que muy probablemente tendrá las peores y más dañinas consecuencias de todo el conjunto de destrucciones que realiza ahora el gobierno de López Obrador. La salud, el medio ambiente, el crecimiento económico tienen un horizonte que se mide en años, pero cuando hablamos de educación, el horizonte se ubica en generaciones.