José Woldenberg
Reforma
06/07/2017
Para el querido Enrique Florescano en sus ochenta. Salud.
Quizá no exista un disolvente más poderoso de la confianza en las instituciones que la corrupción. Cuando se desvían recursos para beneficio personal, se demandan «moches» para autorizar una obra o realizar una compra, cuando se utiliza la infraestructura material y humana para fines diferentes a los programados, además de cometerse delitos claramente tipificados, se inyecta una dosis importante de incredulidad en los organismos públicos.
Cierto, la corrupción no se encuentra solo en las instituciones estatales. En el ámbito privado y social se pueden documentar infinidad de casos y en muchas ocasiones la corrupción estatal está anudada a la de grandes o medianas empresas. Pero el efecto corrosivo de la corrupción en las entidades públicas, sumada a la impunidad, genera un malestar y una irritación que erosionan un valor fundamental: la confianza. Si no se le combate, solo se robustece el cinismo y la desvergüenza.
El proceso democratizador que vivió el país hace más visible esa peste. Los partidos se denuncian unos a otros; el acceso a la información pública -antes manejada como si fuera privada- permite la detección de anomalías de diverso tipo y magnitud; los medios, antes atados a la dinámica oficial (con sus siempre meritorias excepciones), ejercen su facultad de indagar y denunciar raterías sin fin; y grupos de la sociedad civil, atentos y preocupados, ponen el dedo en llagas purulentas. Esa mayor visibilidad va acompañada de una menor tolerancia social hacia la corrupción. Y qué bueno que así sea.
La exposición de pillerías desata en sí misma una especie de sanción pública moral. Quienes son exhibidos sufren una merma en su prestigio, credibilidad y confianza. Si bien en algunos casos los llamados juicios mediáticos pueden resultar injustos y el inculpado tiene escasos medios para defenderse (de ahí la importancia de fortalecer el derecho de réplica), lo cierto es que la publicidad de los actos de corrupción resulta un eslabón pertinente si se quiere revertir esa penosa situación. La utilización política de los casos es otra palanca eficiente. Los fenómenos de corrupción son manejados como una poderosa arma de descalificación del adversario cuando el partido A acusa al partido B o cuando el candidato X demanda castigo para el candidato Z por sus malos manejos.
Pero ni la exhibición pública de la corrupción ni su utilización como arcabuz político son suficientes. Se requiere y reclama -con justicia- que los culpables sean sancionados tanto por la vía administrativa como por la penal y que se intente recuperar para el erario público los bienes y dineros mal habidos. Ese contexto de exigencia, construido a fuerza de casos que quedaron impunes y de la documentación de desvíos multimillonarios de recursos, fue el que activó la iniciativa para crear un Sistema Nacional Anticorrupción.
Con el típico barroquismo que nos caracteriza se elaboró, discutió y aprobó una Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción (2016). Los titulares de varias dependencias forman un Comité Coordinador (Auditoría Superior de la Federación, Fiscalía Especializada en el Combate a la Corrupción, Secretaría de la Función Pública, INAI, Tribunal Federal de Justicia Administrativa, además de un representante del Consejo de la Judicatura Federal) y la novedad es que existe un Comité de Participación Ciudadana, cuya presidenta encabeza al Comité Coordinador y una Secretaría Ejecutiva del Sistema.
Pues bien, el Sistema apenas está dando sus primeros pasos y el presidente del Senado activó su bazuca para descalificar el proceso de selección de los integrantes del Comité de Participación Ciudadana por presuntos conflictos de interés en el seno de la Comisión de Selección del mismo. Lo paradójico es que dicha Comisión fue nombrada por el propio Senado de la República. Raúl Trejo Delarbre describió con claridad y pulcritud dicho proceso y resulta nítido -por supuesto para quien lo quiera ver- que tanto el camino como las decisiones se ciñeron a la ley (La Crónica, 3-VII-17).
¿Tiene sentido tratar de desacreditar un esfuerzo que apenas es una promesa? ¿No hay evidencia suficiente para suponer que si no se le pone un freno a la corrupción el aprecio por las instituciones públicas seguirá cayendo? ¿No sería bueno mejor nombrar al fiscal anticorrupción y a los magistrados del Tribunal de Justicia Administrativa?