Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
04/02/2021
La semana pasada fueron hallados, en una brecha del municipio de Camargo, Tamaulipas, en los límites con Nuevo León, 19 cadáveres calcinados. Pronto se supo que 17 de las víctimas, 16 hombres y una mujer, eran migrantes guatemaltecos que intentaban llegar a los Estados Unidos; los otros dos eran, presuntamente, los traficantes que los cruzarían por la frontera. Una semana después del macabro hallazgo comenzó a circular la noticia de que la masacre había sido perpetrada por policías, que habían tenido el cuidado de recoger los casquillos disparados con sus armas de cargo para cubrir sus huellas.
Las versiones de los vecinos del paraje donde ocurrió la matanza, según reportó Héctor de Mauleón, el más pertinaz de los periodistas que han documentado la trágica guerra vivida en México durante los últimos tres lustros, hablan de una persecución y una balacera. Los traficantes iban armados y dispararon, pero los 113 balazos recibidos por los cadáveres y por la camioneta en la que se encontraron los cuerpos indica que los policías actuaron con la intención de matar a los que huían, no con la de detenerlos.
Las matanzas se han convertido en algo cotidiano en México. Guanajuato, Colima, Michoacán, Tamaulipas suelen ser noticia por sus muertes violentas, atribuidas a enfrentamientos entre organizaciones criminales. También las desapariciones son ya parte de la normalidad trágica del país, evidencia del fracaso del Estado para reducir la violencia y para contener a la delincuencia. Pero en el centro de ese fracaso está la estrategia de guerra con la que, desde el Gobierno de Felipe Calderón, se ha intentado contener el tráfico de drogas hacia los Estados Unidos y la expansión del crimen organizado en nuestro territorio.
Como bien comentaba Claudio Lomnitz el lunes en un seminario del Centro de Estudios Mexicanos de la Universidad de Columbia, donde Alejandro Madrazo presentó los avances de un audaz libro que está preparando, desde el momento en que se decidió plantear la actuación estatal como una guerra, con el despliegue generalizado de las Fuerzas Armadas, se estaba reconociendo la incapacidad del Estado para enfrentar al crimen organizado como delincuencia, lo que implicaría investigar delitos concretos y detener a los presuntos culpables para someterlos a juicio. Sin policías capacitadas en tareas de investigación, sin fiscales incorruptibles, capaces de acopiar pruebas para presentarlas ante los tribunales, sin jueces no venales, resistentes a las amenazas, la salida que tomó el Gobierno de Calderón fue la de declarar la guerra y considerar enemigos a los grupos de especialistas en mercados clandestinos, que se han armado y han reclutado a sus propios ejércitos para enfrentarse al Estado y para pelear entre ellos por territorios y mercados.
Tanto el Gobierno de Peña Nieto como el de López Obrador mantuvieron la estrategia y renunciaron a la inversión institucional y económica que implicaría la reconstrucción estatal con base en el orden constitucional. En lugar de emprender la transformación de una autoridad basada en la venta de protecciones particulares y en la negociación de la desobediencia, heredada del régimen surgido de la Revolución Mexicana, los tres últimos gobiernos han optado por la violencia de Estado, que ha exacerbado la violencia de las organizaciones criminales.
Lo terrible es que, en efecto, las fuerzas de seguridad, que deberían actuar apegadas a la legalidad constitucional, operan con lógica de guerra: persiguen con la intención de derrotar y aniquilar al enemigo, aunque con frecuencia arrasen con víctimas colaterales, como parece ser el caso de los migrantes de Camargo.
En esta guerra demencial se cometen día tras día crímenes de lesa humanidad que quedan impunes, como señala todas las noches Jacobo Dayán en Twitter. Desde hace años, Catalina Pérez Correa, Rodrigo Gutiérrez y Carlos Silva Forné documentaron que las fuerzas armadas mexicanas matan con una eficiencia abrumadora, superior a la de cualquier guerra moderna. Alejandro Madrazo, Rebeca Calzada y yo, con base en la información recopilada por el propio Gobierno de Felipe Calderón, mostramos también que tanto las policías como las fuerzas armadas actuaban en patrullajes que no basados en órdenes ministeriales o judiciales y que no tenían por objeto detener a implicados en investigaciones, sino que eran una suerte de partidas de caza en las que actuaban con lógica militar y tendían a no tomar prisioneros.
No contamos con información certera, más allá de los amañados informes militares, sobre las actuaciones durante el Gobierno pasado y el actual, debido al manto de opacidad tendido en nombre de la seguridad, pero las informaciones periodísticas y los hechos que salen a la luz, a pesar de los intentos por ocultarlos, muestran que las actuaciones de las fuerzas de seguridad siguen el mismo patrón de los tiempos de Calderón. La letalidad de las Fuerzas Armadas es mayor que la de las policías, pero solo por su capacidad de fuego y su mayor destreza bélica, no porque los cuerpos civiles que tenemos sean más profesionales o actúen con mayor apego a la ley.
El Gobierno de López Obrador traicionó su promesa de campaña y decidió entregarles a los militares por completo la política de seguridad, ya sin cortapisa alguna. Ni siquiera intentó un proceso de reforma democrática de las Fuerzas Armadas y ha dejado sin recursos y sin plan al mandato constitucional de reconstrucción de las policías civiles. Es, así, tan criminal como sus antecesores.