Categorías
El debate público

Crispación

 

 

 

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

30/10/2017

Los discursos excluyentes han exacerbado la confrontación entre el gobierno de España y el nacionalismo catalán. No se trata sólo del antagonismo entre dos elites políticas. En ese deplorable enfrentamiento hay personajes y espacios de opinión, habitualmente reflexivos y sensatos, hoy mimetizados a la polarización que domina la vida pública en España.

Todo el mundo (porque esas imágenes tuvieron una propagación global) se indignó la tarde del domingo 1 de octubre (el 1-O) cuando la Guardia Civil y la Policía Nacional golpearon a centenares de ciudadanos que querían votar en el referéndum por la autonomía catalana. La ilegalidad de aquella votación quedó en segundo plano después de la represión dispuesta por el gobierno de Mariano Rajoy. Una de las escenas más indignantes mostraba a dos policías arrastrando escaleras abajo a una mujer para alejarla de una casilla de votación en Barcelona. Marta Torrecilllas declaró en un dramático video que la policía le había roto “los dedos de una mano uno por uno… me han tocado las tetas mientras se reían y me han pegado”.

Luego se supo que no tenía rotos los dedos. Esa contradicción entre la denuncia en línea y la condición real de la agraviada fue tomada como ejemplo de las exageraciones en la propaganda del nacionalismo catalán. También ofrecían versiones parciales, desde la perspectiva del gobierno español, la prensa y las televisoras de Madrid.

En circunstancias de crispación como las que han vivido los españoles desde hace varias semanas, la mesura es un atributo muy difícil de sostener. Ni siquiera un pensador tan brillante como el apreciadísimo Fernando Savater ha escapado a esa polarización. En su artículo “Horror story”, publicado en Crónica el miércoles 18 de octubre, intenta burlarse del ultranacionalismo catalán con tan mala fortuna que, al referirse el episodio de la joven Torrecillas, incurre en una sorprendente misoginia:

“Declaraciones de ‘víctimas’ como aquella señora de Esquerra a la que los represores le habían roto uno tras otro todos los dedos de la mano, mientras le manoseaban las tetas. Llevaba un aparatoso vendaje en la extremidad herida… ¡ah, no, en la mano contraria! Vaya con las prisas. Y a los dedos no les pasaba nada, gracias a Dios, salvo uno que tenía una leve contusión. Espero que lo del magreo de tetas resultase al menos verdad, para que no se le fuera de vacío el día…”

Esa es la opinión que, a uno de los autores más respetados en hispanoamérica, le mereció la agresión contra los catalanes que querían votar el 1-O. Los líderes políticos que han llevado a Cataluña al callejón sin salidas que se advierte hoy son profundamente irresponsables. Pero también el gobierno de España se ha pertrechado en una autoritaria intolerancia, especialmente aquel día de la elección. Por cierto, la mano que le lastimaron a esa joven fue la izquierda, que siempre es la que mostró con un vendaje. El exabrupto machista y autoritario del profesor Savater resulta especialmente inesperado porque contrasta con una obra que reivindica a la ética y la tolerancia en libros memorables que no hace falta citar aquí.

John Carlin ha sido uno de los escritores más destacados en El País. De origen británico, ha cubierto lo mismo conflictos bélicos que acontecimientos deportivos. El 8 de octubre apareció un texto suyo en el suplemento dominical de The Times en donde cuestionaba “la arrogancia de Madrid”. Para Carlin, además de la rígida política de Rajoy era preocupante el mensaje que el Rey Felipe VI dirigió después de la elección catalana y que, a su juicio, “no construyó puentes, cavó trincheras”. En ese extenso artículo Carlin explicó que “los sentimientos nacionalistas catalanes se remontan al menos 300 años” cuando, al cabo de la guerra de sucesión española, Barcelona cayó, luego de un prolongado sitio, ante el ejército del rey Felipe V. Además cuestionaba la imprudencia de Carles Puigdemont, el hasta hace unos días presidente de la Generalitat catalana, que “está jugando un juego de alto riesgo”.

Tales opiniones, que no eran especialmente cáusticas, ocasionaron el despido de Carlin de El País. Ese diario fue el medio emblemático de la transición española y ha sido el periódico más importante en español. Ahora, sin embargo, ha enfrentado el conflicto catalán con una parcialidad que no es expresión de compromiso con una postura sino de exclusión a los puntos de vista que no se ciñen a su línea editorial.

Es entendible que El País defienda los principios constitucionales que han sido clave de la democracia en España. Pero en su empeño para descalificar al impresentable gobierno catalán ese periódico perdió el sitio equidistante que había mantenido respecto del conservador gobierno del Partido Popular y de Mariano Rajoy. En las páginas de ese diario la descalificación del aventurerismo catalán ha carecido de matices. De esa manera El País dejó de ser, al menos en este conflicto, un espacio para la deliberación que pudiera contribuir a construir un espacio de encuentro más allá de las intolerancias que campean tanto en La Moncloa como en el Palacio de la Generalitat.

El despido de Carlin ha suscitado inopinados aplausos. Ayer 29 de octubre, en una entrevista para El Español, el ex ministro socialista Josep Borrell opina: “El otro día un periodista de El País, John Carlin, publicó un artículo en The Times que era bazofia intelectual. Dice que lo han echado de El País por eso. Si es así, lo tiene bien merecido”. Borrell, que presidió el Parlamento Europeo, es un dirigente muy respetado y ha formulado pertinentes llamados a la conciliación entre el nacionalismo catalán y el gobierno de Rajoy. Pero frente a puntos de vista con los que no coincide, se deja vencer por la intolerancia.

Otro caso es el de Jon Lee Anderson, periodista estadounidense conocido por sus reportajes sobre América Latina. El 4 de octubre publicó en The New Yorker un artículo muy crítico en contra del gobierno de Rajoy en donde, además, destacaba posiciones “conciliadoras” de Puigdemont. Aquel texto fue cuestionable no sólo por el desequilibrio en el análisis sino por una pifia en sus primeras líneas, cuando dice que la Guardia Civil española es “una fuerza paramilitar”.

Algunos lectores cuestionaron en mensajes de Twitter esa afirmación. Anderson alegó que esa definición “está en la Enciclopedia Británica”. Aparentemente el término “paramilitar” se mencionaba en esa enciclopedia en línea pero la propia Britannica actualizó su definición el 17 de octubre para evitar interpretaciones como la de Anderson. El término paramilitar remite a grupos armados extra institucionales como los que han existido en Colombia y que Anderson conoce bien porque ha escrito en extenso sobre ese país. No era un asunto menor confundir a un agente policiaco con un mercenario.

Anderson no quiso reconocer que se había equivocado. A un lector que le hizo notar esa errata, le respondió “Déjate de chillar. En inglés el término tiene más amplitud”. El periodista chileno Diego Beas comentó en Twitter: “Francamente sorprendido del texto en New Yorker  espantosamente mal reporteado sobre Cataluña. ¿Son los prejuicios e inexactitudes de @jonleeanderson lo mejor que tienen?”. Anderson replicó: “Si te sientes mal, quizá debes tomar unas sales de olor, Diego”. Beas respondió a la burla de Anderson con varias anotaciones al margen del reportaje en New Yorker en donde identificó media docena de errores, algunos elementales.

La crítica más dura la hizo el escritor Antonio Muñoz Molina que el 13 de octubre publicó en su columna del suplemento cultural El País un preocupado texto acerca de las simplificaciones que se han impuesto en la discusión sobre la cuestión catalana. Como ejemplo de ese maniqueísmo, consideró: “hasta el reputado Jon Lee Anderson, que vive o ha vivido entre nosotros, miente a conciencia, sin ningún escrúpulo, sabiendo que miente, con perfecta deliberación, sabiendo cuál será el efecto de su mentira, cuando escribe en The New Yorker que la Guardia Civil es un cuerpo ‘paramilitar’ ”.

Apenas apareció ese texto, Anderson objetó desafiante en Twitter: “Antonio, me llamas mentiroso? La Guardia Civil es así definido en las enciclopedias. Aceptaré tu disculpa”. En vez de esa excusa, Anderson tuvo que leer otros mensajes que subrayaban el error de su definición.   El asunto realmente grave era la manera como intervino la Guardia Nacional contra la votación del 1-O y la escalada de confrontación entre los gobiernos de Cataluña y España. Pero el engreimiento de Anderson impedía cualquier intercambio razonado con colegas o lectores suyos.

El 15 de octubre uno de sus seguidores en Twitter le informó que su perfil en Wikipedia había sido alterado para mostrarlo como mentiroso. Anderson comentó entonces: “Hasta nuevo aviso estoy señalando a Antonio Muñoz Molina como responsable de todo el troleo en línea y de cualquier otro acoso que yo reciba”.

La desmesura y la jactancia de Anderson permite aquilatar con reservas sus textos periodísticos. Pero además forma parte del fundamentalismo que han desatado la defensa y el cuestionamiento sin matices de la cuestión catalana. Con elegancia y desasosiego, el 17 de octubre Muñoz Molina, sin mencionar a Anderson, escribió en su blog que ante la ineficacia de los diálogos de sordos, él entraría en un retiro de silencio: “Parece que ya no podemos decir nada que no sea ofensivo y que no agrave más aún la temible fiebre autodestructiva a la que nos vemos arrastrados. Todos hemos perdido ya, inútilmente, estérilmente, mucho de lo que habíamos ganado, y hemos perdido más todavía si pensamos en todo lo que podíamos haber hecho si concentráramos nuestras fuerzas y nuestras palabras en construir lo imprescindible en vez de cebarnos en lo dañino y en lo inútil”.

Hoy en México estamos a un paso de una nueva polarización política que, como ya nos ha ocurrido, envenena la discusión y escinde a la sociedad. El espejo español nos queda muy, muy cerca.