Jorge Javier Romero
Sin Embargo
16/06/2022
Cada vez me parece más escandaloso el poco respeto que le tienen el Presidente de la República y las Fuerzas Armadas a la Constitución. Y no es que en México hayamos tenido un sólido orden constitucional a lo largo de la historia. De hecho, México ha ido de fracaso constitucional en fracaso constitucional desde 1829, cuando Guerrero se impuso como Presidente contra el resultado constitucional de la elección. Después vinieron décadas de espadones, nuevas constituciones fallidas y, finalmente, un régimen de simulación donde las formas constitucionales se seguían escrupulosamente, pero sólo como representación teatral para legitimar la voluntad del hombre necesario, Don Porfirio. Después, otra guerra, otros espadones y un nueva ficción constitucional aceptada. Pero al menos se guardaban las formas.
Durante el último cuarto de siglo, sin embargo, se había comenzado a construir en México algo que aspiraba a consolidarse como una democracia constitucional, aun cuando se basaba en una Constitución parchada y chiclosa, llena de contradicciones y con mandatos imposibles de cumplir. Mal que bien, los sucesivos gobiernos de la transición tuvieron el pudor de ajustar sus acciones, aunque fuera sólo en la forma, a la ley suprema. Paso a paso, un texto surgido más como declaración de principios abstractos que como mandato jurídico, se había ido convirtiendo en el marco normativo del actuar político.
Pero a Andrés Manuel López Obrador y a la actual cúpula de las Fuerzas Armadas la Constitución los trae al pairo, para no usar una expresión procaz. Quienes han protestado guardarla y hacerla guardar han entendido que eso quería decir meterla en un cajón, cuando no violarla descaradamente. Como no les salió su intención de crear una Guardia Nacional militar, un nuevo cuerpo de las Fuerzas Armadas encargado de la seguridad pública del país, entonces han impuesto su voluntad sin recato y porque les ha dado la gana han construido el cuerpo militar que querían, ante la mirada complaciente de una Suprema Corte aturrullada que ni siquiera se ha tomado el trabajo de revisar las controversias constitucionales presentadas sobre el tema.
No se sabe a ciencia cierta si la decisión de violar la Constitución desde el primer día en la creación de la Guardia Nacional fue del Presidente con la complicidad de los altos mandos militares o fueron los generales y almirantes los que buscaron la aquiescencia presidencial para imponer su voluntad. El hecho es que la Guardia Nacional realmente existente no es el órgano creado por la reforma de marzo de 2019: un cuerpo civil con formación y disciplina civil, con mandos civiles y adscrito a la Secretaría de Seguridad de un Gobierno civil. Sólo lo último se ha cumplido de manera simulada.
Lo que en cualquier democracia constitucional sería un escándalo que provocaría una crisis de Gobierno, aquí ha pasado inadvertido. En los últimos días han circulado documentos no desmentidos donde los mandos militares de la Guardia anuncian la exclusión del cuerpo de todos los mandos civiles. Los mandos provenientes de la Policía Federal han sido humillados y los quieren dar de baja a como dé lugar, incluso a los proveniente de un cuerpo tan antiguo y bastante profesionalizado como la antigua Policía Federal de Caminos. Una circular para las comandancias estatales de la Guardia Nacional orden que toda la cadena de mando esté integrada por militares, señal de que las Fuerzas Armadas no están dispuestas a someterse a las autoridades civiles. ¿Está seguro el Presidente de la República de que sí lo obedecen a él? Me permito dudarlo con toda seriedad.
Pero el Presidente sigue condescendiendo. Esta misma semana ha insistido en que se debe reformar la Constitución para dejar ya plenamente en manos de las Fuerzas Armadas a la Guardia Nacional y ha salido con el sofisma de que quienes nos oponemos lo hacemos porque no queremos proteger al pueblo. Según su enrevesada lógica, como García Luna era un civil, entonces la seguridad debe ser militar. En la fantasía de López Obrador la disciplina castrense elimina cualquier problema de agencia y de corrupción, aferrado al mito del ejército incorrupto, que no pasa ni la más mínima prueba. Los militares no son menos corruptos, sólo son más opacos y se protegen del escrutinio público con la argucia de la seguridad nacional.
Los hechos, sin embargo, están ahí: las Fuerzas Armadas son un fiasco en tareas de seguridad pública y sí violan derechos humanos de manera reiterad, aunque el Presidente lo niegue en su acostumbrada forma de reinventar la realidad –durante su Gobierno han ocurrido al menos ocho eventos con ejecuciones perpetradas por militares. En los pocos lugares del país donde ha habido algún avance en seguridad pública, como en Coahuila o, hay que decirlo, en la Ciudad de México, son las reformas a los cuerpos civiles y, en todo caso, el uso auxiliar de las fuerzas federales, lo que ha dado resultados. En el resto del país el desastre es evidente y empeora cuando pasan por ahí el Ejército y la Marina. De fiasco en fiasco, el robo en el puerto de Manzanillo de veinte contenedores, en las narices de la Armada, es de comedia de errores.
La reforma que piden las Fuerzas Armadas y el Presidente está empeñado en concederles debe ser detenida en el Congreso. No voy a discutir aquí si debe o no haber una moratoria constitucional: creo que, si hubiéramos tenido una oposición responsable, prácticamente ninguna de las reformas constitucionales planteadas por López Obrador debió aprobarse, pero ahora sí es el momento de poner un dique al despropósito. Si se legaliza un sistema de seguridad en manos de cuerpos que no tienen ni la estructura ni la formación para realizarla, lo único que ocurrirá es que la fuerza castrense acabará por ser lo único que quede del maltrecho Estado mexicano y la posibilidad de construir una democracia constitucional quedará aplazada por mucho, mucho tiempo.