Ricardo Becerra
La Crónica
13/07/2021
Un cubano sabio, consciente del implacable deterioro social en su isla, me dijo hace unos veinte años: “esto no se puede arreglar porque hay muchos que quieren arreglarnos… sino los soviéticos, los gringos, sino el Chávez este, o los europeos… por herencia de las guerras coloniales, desde hace siglos, son muchos los que nos quieren arreglar”.
Lo que me repitió, aquella noche, es que la “cuestión cubana” cruza un montón de intereses y sobre todo, símbolos extra-cubanos, que han estorbado a los residentes -y lo siguen haciendo- para hallar la fórmula que les permita escapar de su insufrible y decrépita dictadura. “Basta que reconozcan que somos distintos, pero cubanos”.
Esta verdad, podría entenderse de manera rápida y sencilla: principio de no intervención y que los cubanos se las arreglen como puedan. Haremos lo que el gobierno legal de Miguel Díaz Canel nos pida y llamemos a que las cosas se conduzcan en paz. Todo de acuerdo al manual y al facilismo de nuestra presente política exterior ¿verdad?
Pero esta vez no será tan sencillo, por la presencia obvia y rotunda de las manifestaciones masivas que a pesar de la represión y el miedo, se expresaron el domingo pasado, y que tienen ya un largo historial de persuasión, organización, arraigo social y cultural en la isla.
Los voceros más omnipresentes del régimen, en tono policíaco se apresuraron a desacreditarlas, por supuesto: «Lo que sucedió ayer en Cuba no fue un estallido social, fueron disturbios con violencia. Gracias al pueblo que le salió al frente pudimos desarticular muchas de sus comunicaciones y organización» @BrunoRguezP #SomosCuba. Y el Presidente Días Canel tuiteó: “La #RevoluciónCubana no va a poner la otra mejilla a quienes la atacan en espacios virtuales y reales. Evitaremos la violencia revolucionaria, pero reprimiremos la violencia contrarrevolucionaria. Quien ataca a los agentes del orden ataca al país”. Así lo dijeron, con todas sus letras.
La tesis es la misma de siempre: las manifestaciones no pueden venir del pueblo cubano, son un producto de renovada agresividad, de la guerra no convencional del imperialismo contra Cuba y su gobierno. Pero esto ya es muy difícil de sostener y menos, de respaldar para cualquier gobierno democrático del mundo, incluido el mexicano.
La extensión territorial de la protesta, elocuentemente surgida en los barrios periféricos más pobres de la Habana, como San Antonio de los Baños, Bejucal, Artemisa, inicialmente congregados por los apagones eléctricos que sufren, pero rápidamente prendidos por las consignas contra la crisis pandémica, la escasez de medicamentos, alimentos y libertades esenciales.
La diversidad generacional que pudo verse en las movilizaciones, la gran presencia de jóvenes, más afectos al reguetón que a la trova, pero si se mira bien, acompañada de una multitud airada de viejos, adultos que tradicionalmente se identifica con el sistema, pero que esta vez se unió a la protesta en una “movilización horizonal y espontánea” como relató en tiempo real, nuestro historiador, Rafael Rojas.
Y la historia que hay detrás de esta movilización capaz de concitar la simpatía y la adhesión en las principales ciudades de la isla a través de consignas claras, imposibles de no captar la identificación democrática en nuestra época: “patria y vida” en oposición, con la convocatoria al martirio de hace sesenta años.
Lo que quiero decir es que el principio tutelar de la política exterior mexicana, el de la autodeterminación de los pueblos, hoy, pasa por el reconocimiento a esa movilización legítima en su raigambre popular, en la auténticidad de su representatividad, de sus huestes airadas y en sus demandas elementales de comida, salud y libertad, expresadas en paz, el domingo 11 de julio. Reconocer a los distintos, legítimamente cubanos.