Rolando Cordera Campos
La Jornada
04/09/2016
No es fácil trazar la trayectoria que nos espera de aquí a 2018. Son muchas y diversas las coyunturas con que toparemos y los tifones que ya se forman para obligarnos a modificar el rumbo de lo que hasta hace muy poco se veía desde el poder del Estado como ruta ineluctable. No hay más de esto en el horizonte mexicano, sólo nubes portadoras de bajas presiones que derivarán tarde o temprano en altas pasiones.
Cumbres y mares borrascosos, pues; sin puerto de alivio o refugio ni compás en que confiar. La economía, esa disciplina avergonzada a decir de Lord Skidelsky, no da pie con bola, y sus meteorólogos oficiales y oficiosos sólo aciertan cuando mandan al piso sus estimaciones previas sobre el crecimiento o la inversión. Su único consuelo –que son el del Banco de México y el emperador Carstens– es una inflación bajo control, a pesar de los tumbos y reparos que ha dado el tipo de cambio. Lo peor de todo es que la profecía de los terroristas neoliberales se ha cumplido al pie de la letra y el buque insignia del Estado nacional da muestras diarias de cuasi colapso.
El gasto público flaquea y registra su fragilidad secular en el financiamiento, en tanto que el gobierno refrenda su aberrante decisión de renunciar a recaudar, una de sus funciones primordiales, lejos de las ligerezas de una burguesía de por sí extraviada y en atención a las necesidades sociales acumuladas o por emerger. Sin este ejercicio elemental que prueba las fuerzas y destrezas del Estado, éste no puede sino desvariar, navegar al pairo, al amparo de las corrientes y los vientos que se le presenten.
Nunca hemos contado con un Estado fiscal propiamente dicho. Tampoco llegó hasta donde debía haber llegado el Estado desarrollista de antaño que, sin embargo, realizó proezas varias que ni la leyenda negra urdida en los años 80 ha podido echar por tierra. Ahí estaban Pemex o el IMSS, las acereras y Nafinsa para documentarlas y darles sentido histórico. Pero ya no están más, y el Estado ha pasado de ser el Estado de la deuda al de la consolidación fiscal, sin fisco que poner en acto.
Por si algo faltara, la política exterior se ha convertido en zona de desastre; la famosa nueva política que impulsara Jorge Castañeda y Fox echara por la borda por sus groserías y vulgaridades, en el mejor de los casos ha encallado estrepitosamente hasta el escándalo y el ridículo que ofreciera la majadera visita de Trump al presidente Peña en Los Pinos. Atrás quedó el ejercicio y defensa de la soberanía y el principio de No Intervención, el celoso resguardo del derecho de asilo, el reclamo sostenido a los poderes del mundo por un orden internacional sensible a sus profundas asimetrías económicas y sociales.
De eso sólo nos quedan el recuerdo borroso o las embestidas recurrentes de los nuevos polkos que, por ejemplo, hasta confundieron la reforma petrolera y la privatización de parte de la actividad con la venta de garaje del Golfo de México y regiones circundantes. Junto con este imperdonable olvido hay que mencionar la renuncia del gobierno, en realidad del Estado todo, a su misión de tutelar los derechos de los trabajadores y de la búsqueda de regímenes universalistas de protección y seguridad sociales.
Lo que sigue ha empezado con el contumaz recorte del gasto público para este año y los que vienen; la reducción de la inversión del Estado a su mínima expresión y registro histórico; la reiterada negación a por lo menos intentar la creación de un fisco moderno y, a la postre, justiciero.
Volver a empezar va a ser empeño arduo y no lo haremos caminando como ayer. Ni en montoneras dizque articuladas por unas redes sociales que más bien semejan hordas y reclaman linchamientos cada vez menos virtuales. Se hace camino al andar, pero para que nos conduzca con bien hay que contar con brújulas, sextantes y cartas de navegación. Los radares poco ayudan si no sabemos leerlos. Hacer política de Estado como si fuera juego de nintendo puede probarse suicida. También arrastrar por este mundo la vergüenza de haber sido… Cuesta abajo, pero sin rodada.