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El debate público

Cuidar al presidente

En un preocupante artículo publicado en este mismo diario el pasado 18 de enero, Raymundo Riva Palacio apunta un tema que merece ser considerado con la máxima seriedad: la seguridad del presidente. En un sistema presidencial, el titular del Poder Ejecutivo es, a la vez, jefe de Gobierno y jefe de Estado. En esa medida su seguridad deja de ser un asunto personal, porque de ella puede depender la estabilidad del país.

Cuándo leo en la prensa que nuestro mandatario se desplaza desde la Ciudad de México hasta Tlapa, Guerrero, por carretera, en un trayecto que dura más de siete horas y durante el cual realiza tres escalas –en Chinantla, Puebla; en la comunidad de Huamuxtitlán, y en una gasolinera– o que se fotografía con las personas que va encontrando en su camino o lo veo abordar un vuelo comercial tras recorrer como cualquier otro pasajero las instalaciones de los aeropuertos, me invade una preocupación sincera. No escatimo el valor simbólico de esos gestos y su contraste radical con las formas de otros tiempos, pero, en definitiva, pienso que se está equivocando. Su seguridad es una cuestión de interés general y, como tal, debe ser atendida.

Además, el presidente de México se encuentra en una situación de especial vulnerabilidad. Los riesgos a su integridad provienen de las múltiples fuentes que siempre acechan a los gobernantes, pero, en su caso concreto, como bien apunta Riva Palacio, se incrementan por las acciones que ha emprendido en contra de mafias muy poderosas y poco escrupulosas. En las últimas semanas ha pasado de las declaraciones a los hechos y, con ello, está alterando equilibrios mafiosos y afectando contubernios nefandos. Mucho se ha escrito sobre si está actuando con la planeación y estrategias adecuadas y sobre los efectos colaterales de sus decisiones. Ambas discusiones me parecen fundamentales, pero en cualquier caso el riesgo para su seguridad persiste.

En una paradoja aparente la popularidad que se ha ido granjeado el mandatario, con gestos simbólicos como los que he descrito y con acciones decididas como las que ha emprendido –sumada a la legitimidad que ganó en las urnas–, incrementan los costos potenciales de un acto que pudiera afectar su integridad. Este argumento no pretende demeritar la importancia humana y política de otros mandatarios del pasado, pero, como nos enseñó Dieter Nohlen, el contexto hace la diferencia. En el México de hoy –le agrade a quien le agrade y le pese a quien le pese– el presidente López Obrador cuenta con el apoyo popular de millones de personas que han depositado en él su confianza y esperanza. Esa energía social y política está volcada en el proyecto de la llamada cuarta transformación. No quiero imaginar la dirección que tomaría si algo le sucede al líder –al menos hoy, irremplazable– de la empresa.

Hasta ahora las medidas de seguridad de nuestros mandatarios han dependido de decisiones adoptadas desde el propio Poder Ejecutivo. Esto es lo que permitió que el actual mandatario pudiera suprimir al Estado Mayor Presidencial –que era el cuerpo especial diseñado para protegerlo a él y a su familia–, desplazarse en autos civiles o deshacerse de la flotilla área del gobierno para viajar en vuelos comerciales. También es lo que explica que ningún otro poder o autoridad haya podido imponerle medidas de protección en contra de su empecinada voluntad por prescindir de ellas. Creo que esto es un defecto de nuestro diseño institucional que debe subsanarse. Y debe hacerse pronto. La voluntad de un presidente no puede estar por encima de la estabilidad del país que gobierna.

Así que la solución a este problema tiene que provenir de un poder distinto al presidencial. En una plática con el constitucionalista Diego Valadés sobre estos temas, coincidimos en que se trata de una responsabilidad que debe asumir el Poder Legislativo. Ni siquiera sería necesaria una reforma constitucional porque la fracción XXIX-M del artículo 73 de la Constitución faculta al Congreso para expedir leyes en materia de seguridad nacional. A mi juicio, con ese gancho es suficiente para expedir una ley en materia de protección y seguridad para los altos funcionarios del Estado, comenzando por el titular del Poder Ejecutivo. Así que la responsabilidad recae en las y los legisladores. Se trata de una decisión de Estado de la máxima relevancia que deben asumir. Al presidente no le hará gracia, pero, a cambio de su enojo, obtendremos tranquilidad para todos.