Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
08/02/2021
Certezas y perplejidades, fortunas y miserias, nobleza y abusos, de todo hay en las redes sociodigitales. Benditas, les dijo alguna vez el pretendido prócer que, como ha dejado de tener en ellas el respaldo que reclama, ahora quiere controlarlas. En todo el mundo los gobernantes autoritarios se quejan de las redes, igual que hacían antes con los medios de comunicación cuando no les eran incondicionales.
El senador Ricardo Monreal tiene una peculiar fijación para acotar a los espacios y contenidos digitales. En diciembre de 2019 presentó una iniciativa para establecer el “derecho al olvido” que permitiría que las personas, cuando haya datos o informaciones que les afecten, puedan exigir que sean eliminados de sitios en línea. La memoria de la sociedad que hoy se encuentra en Internet quedaría mermada con esa propuesta. La documentación de hechos y dichos, y por lo tanto de acciones y abusos de numerosos personajes del poder político y económico, desaparecería de los servidores en donde se aloja. El derecho al olvido atenta contra el derecho a la información.
En marzo de 2020 Monreal propuso reformas a la Ley de Derechos de Autor que, entre otras cosas, harían posible que cualquier persona, tan sólo con asegurar que es propietaria de los derechos patrimoniales de un contenido en línea, pudiera ordenar su remoción. No harían falta pruebas, ni indagación administrativa, ni resolución judicial alguna. Bastaría con un simple aviso para que la empresa que proporciona el servicio de alojamiento de sitios web estuviera obligada a retirar textos, imágenes o contenidos audiovisuales. Esa reforma también les convendría a los personajes públicos que se disgustan con la revelación de malos manejos, o de situaciones que les resultan incómodas.
En junio de 2020 el senador Monreal presentó una iniciativa para extinguir a la Comisión Federal de Competencia Económica, el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Reguladora de Energía y reemplazarlos por un organismo que se llamaría “Instituto Nacional de Mercados y Competencia para el Bienestar”. Esa reforma acabaría con el examen especializado y autónomo de los temas que atienden tales organismos. La regulación de las telecomunicaciones estaría sujeta a criterios políticos e ideológicos.
Septiembre de 2019: Monreal propone reformar la ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión para que la prestación de servicios como Netflix, Amazon Prime y Claro tenga que ser autorizada por el IFT. Esa iniciativa comete el despropósito de equiparar a las plataformas digitales con la radio y televisión de paga. Estas últimas tienen que ser concesionadas porque se difunden en redes de telecomunicaciones que emplean el espectro radioeléctrico, o infraestructura colocada en sitios públicos como sucede con la telefonía celular o la televisión por cable.
Al senador no le interesa regular, sino controlar los recursos digitales. En julio pasado el Dr. Jorge Bravo, presidente de la Asociación Mexicana de Derecho a la Información, escribió sobre Monreal: “Coartar la libertad de expresión en el entorno digital, censurar en línea, eliminar o remover contenidos y datos de Internet, decidir qué vemos en las plataformas o vulnerar la autonomía de organismos reguladores son asuntos de la mayor predilección del político morenista” (“Monreal: obsesión por el control digital”. El Economista el 3 de julio de 2020).
Ahora Monreal quiere regular a las redes sociodigitales. Lo hace después de que el presidente López Obrador se inconformó con la decisión de Facebook, Twitter y otras empresas que cerraron las cuentas que Donald Trump utilizaba para diseminar mentiras sobre la elección presidencial en Estados Unidos.
Aquella fue una medida de excepción, para una situación límite. La suspensión de las cuentas de Trump fue una acción de censura necesaria para detener la difusión de falsedades como las que propiciaron la violencia en el Capitolio. El 7 de enero el propietario de Facebook, Mark Zuckerberg, escribió: “La gente tiene derecho al acceso más amplio posible al discurso político, incluso al discurso controversial. Pero el contexto actual es fundamentalmente distinto, involucrando el uso de nuestra plataforma para incitar a una insurrección violenta en contra de un gobierno democráticamente electo”.
Aquella decisión de Zuckerberg, y las medidas similares que tomaron otras redes, confirmaron la capacidad de discrecionalidad, y eventualmente para incurrir en arbitrariedades, que pueden tener tales empresas. Todos los medios de comunicación toman decisiones sobre los contenidos que difunden. Las redes sociodigitales tienen singularidades que las distinguen de los medios convencionales pero también tienen que resolver qué contenidos pueden difundir. A diferencia de medios como la prensa y la televisión, en las redes los contenidos no son diseñados por las empresas de comunicación. Por otro lado, las redes alcanzan una capacidad de propagación que no tienen aquellos medios. En Facebook hay más de 2 mil 700 millones de usuarios. La cuenta de Donald Trump en esa red tenía 33 millones de seguidores y su cuenta en Twitter 89 millones.
Libertad y apertura son consustanciales a las redes sociodigitales. La estructura reticular de Internet y la ausencia de un centro desde el que se puedan emitir o eliminar mensajes, hacen posibles la diversidad de contenidos, la facilidad de acceso y la capacidad de entrelazamiento que las define. Sin embargo la adhesión de centenares e incluso miles de millones de personas a una sola red les ha conferido a empresas como Facebook un desmesurado poder y una inesperada responsabilidad. Las redes establecen reglas que sus usuarios tienen obligación de cumplir pero a menudo son infringidas, o su interpretación es debatible.
Por esas redes, además de contenidos creativos y virtuosos, circulan las más extravagantes falsedades y los más exacerbados mensajes de odio. Ninguna libertad puede ejercerse sin restricciones y con frecuencia en las redes sociodigitales hay contenidos que desbordan todos los límites. El dilema es, entonces, a quién le corresponde regularlas.
El senador Monreal no ha explicado cómo sugiere regular a las redes, ni para qué, pero ha mencionado un par de argumentos. Por una parte escribió que la regulación de la libertad de expresión debe estar a cargo de los jueces y no de empresas como Instagram y Twitter (Milenio, 2 de febrero). Por otra, entrevistado en radio por Leonardo Curzio, dijo el 1 de febrero que esas empresas son sujetos de la regulación del Estado porque emplean bienes públicos “como Internet, el ciberespacio y el espectro radioeléctrico”.
El primer argumento de Monreal es aplicable sólo en situaciones extremas. Todos los días, las empresas de comunicación difunden y rechazan contenidos en ejercicio de su libertad editorial. Los jueces actúan a petición de los afectados que acuden a ellos cuando no se respetan derechos como el de réplica. Sería inadmisible que para ejercer la libertad de expresión los medios, o las redes, tuvieran que consultar a un juez.
Internet, por otra parte, es un bien público administrado mayoritariamente por empresas privadas. Nadie concesiona espacios en línea, solamente se administran los nombres de dominio para hacer posible la circulación en Internet. Los sitios creados por tales empresas son privados, no obstante que se encuentren abiertos a los mensajes de sus usuarios. El espectro radioeléctrico no es utilizado directamente por las redes sociodigitales sino por los proveedores de servicios de Internet. Twitter y Facebook no emplean ese espectro pero sí lo hacen ATT, o Telmex.
Las telefónicas y otras empresas que ofrecen conexiones a Internet no tienen derecho a intervenir en los contenidos que conducen. A ese principio se le llama neutralidad de la red. Esa neutralidad, que es reconocida por la legislación mexicana, sería vulnerada si, como quieren el senador Monreal y el presidente López Obrador, las redes sociodigitales tuvieran que supeditar sus contenidos a decisiones del Estado.
Eso no implica que tales espacios sean ajenos al orden jurídico. Los fraudes, o la venta de productos ilícitos, son conductas que la ley persigue independientemente del ámbito en donde se cometan.
El problema no es cómo sancionar delitos en línea sino de qué manera tomar decisiones extremas como la cancelación de cuentas o la supresión de contenidos engañosos. En mayo pasado Facebook creó un Consejo Asesor de Contenido, integrado por 20 especialistas, al que somete sus decisiones más controvertidas y al que pueden acudir los usuarios.
Ese Comité comenzó a trabajar en octubre y ha recibido más de 150 mil quejas. Sólo ha podido atender unas cuantas que son representativas de muchas más. Sus resoluciones son vinculantes, es decir, Facebook se obliga a cumplirlas y las primeras de ellas ya han sido publicadas (https://oversightboard.com). Entre los casos pendientes se encuentra la suspensión de la cuenta de Donald Trump.
Uno de sus integrantes, el destacado periodista británico Alan Rusbridger que fue editor de The Guardian durante 20 años, ha escrito que ese comité es “una especie de Suprema Corte independiente para ayudar a la empresa a resolver en el diluvio de desafíos morales, éticos, editoriales y legales que estaba enfrentando” (https://onezero.medium.com, 6 de mayo). La autorregulación vinculada a la participación de los usuarios y con parámetros establecidos por expertos independientes es una fórmula que comienza a funcionar.
Hay un intenso debate internacional sobre la regulación de las redes, para la cual no existe una solución perfecta. Son parte destacada, pero a menudo desastrada, de nuestro debate público. Culpar a las redes sociodigitales por los contenidos que propagan (ciertamente de manera en ocasiones frenética) implica confundir al mensajero con el mensaje.