Rolando Cordera Campos
La Jornada
16/10/2016
A la fecha, lo único que registro de la coyuntura internacional de septiembre es la carencia de referencias. Por qué el presidente Peña Nieto decidió invitar a los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, no lo sé. Por qué no le puso a Trump un tapabocas en lo referente a su ignominiosa propuesta de hacer un muro, tampoco. Qué buscaba el presidente Peña de toda esta estrambótica operación, tampoco tengo idea. Todo sigue siendo ambigüedad del emisor e ignorancia e incertidumbre de los demás. En medio, los arúspices de siempre con la neta verdadera que, no obstante, habrá de cambiar con la que venga. Salvo mejor opinión.
Las relaciones con los Estados Unidos de América, como ellos insisten en llamarse, siempre han sido difíciles, cuando no imposibles, sobre todo a corto plazo. Vivir y sobrevivir esa difícil relación marcada por la adversidad ha sido y, por lo visto, será parte fundamental de nuestra historia futura. Podríamos proponer que la nuestra es una historia hecha y mantenida frente y contra la adversidad, que Hegel o Marx pensaron que se superaría con la absorción de México y los mexicanos a la gran nación americana. Pero, como hemos tenido que aprender a lo largo de casi dos siglos, hay que asumir que tal solución histórica ha sido rechazada desde ambos lados de la frontera. A los estadunidenses les quita el sueño o los lleva al horror, y ahora al odio encarnados por los monstruos de Trump, y los mexicanos, con todo y las varias generaciones de “ norteamericanos nacidos en México” (Monsiváis dixit), no parecen muy decididos a dar ese gran salto, sobre todo después de una temporada de trabajo y fuga en la tierra de los libres.
En el principio, Santa Anna de por medio y el 47 como colofón, la historia mexicana fue calificada por muchos de desdichada. Sin remedio ni futuro. País de indios irredentos y mestizos desvergonzados. Y así llegaron a nuestras playas los blancos y barbados que pondrían solución a tanto desatino plebeyo. Y en eso llegaron Juárez con sus liberales y unas masas populares peleadoras que con toda la imaginación con que se le quiera ver, (se) plantearon un serio desafío: construir un Estado sobre las ruinas del régimen colonial y darle contornos modernos. La utopía liberal, pues.
Entró don Porfirio y sobre la libertad de los iguales impuso la libertad de negocios y negociantes, mexicanos y extranjeros, norteamericanos y europeos, liberales y mochos. Y para sorpresa de más de uno el Estado encontró rumbo y la economía dio saltos, se diversificó y se abrió; así, despuntaron los primeros brotes de una industrialización detenida y desfigurada por la Colonia y el posterior desorden político y social que siguió a la Independencia. Y se abrió paso y construyó un auténtico mercado interno.
La concentración de riqueza y poder oxidó los resortes del mando y la hegemonía de la coalición porfiriana empezó a ser confrontada por algunas de sus propias élites, que no lograron convencer al viejo dictador y así se abrió la puerta a la gran revolución social que conmovió al joven y sufrido país hasta los cimientos.
El Estado liberal y oligárquico, dictatorial y ceñido al verbo liberal, fue puesto de cabeza y empujado por la bola para convertirse en un Estado de masas, social y desarrollista como lo demandaba la época y lo permitían las fisuras de un orden internacional en abierta y ominosa decadencia.
Así se configuró buena parte de nuestra historia del siglo XX, para desembarcar en el XXI con la nave escorada, con el casco lleno de moho, múltiples adherencias y las máquinas a punto de reventar y acabar con el ruido y la furia del desarrollo que siempre desequilibra y reclama mandos dispuestos a arriesgar en medio de la mar, puesto que las cartas de navegación han dado de sí.
Trazar un nuevo curso debería ser la consigna. Pero para ello, las palmaditas de madame Lagarde sirven de poco, cuando ella misma está al frente de un contingente sumido en el desconcierto y hasta la desolación ante una crisis que deja una secuela de estancamiento que no pocos empiezan a ver como tendencia secular. Para la que no hay remedios en el vademécum neoliberal o en el botiquín donde se guardan las fórmulas de los austriacos o de los herederos de Marshall y Pigou. No hay recetas pues, sólo el recuerdo de que ante la adversidad agreste y desalmada algunas veces ha podido surgir entre nosotros una idea que el tiempo presente acoge con generosidad y entusiasmo y la tripulación descubre la navegación a vela. Veremos y pronto, si de nuevo podemos sobreponernos a la adversidad global que ahora nos abruma y deja sin aliento. Hay que estar alertas y dispuestos, pero no querer pasarse de listos, como aquello de ilustrar al hotentote antes de que se le ocurra ganar.
En la historia no hay rodeos, como lo enseñaron Juárez y Cárdenas, a quienes nunca sobra recordar y volver a valorar.
PS: En su entrega para Milenio del pasado miércoles 12, Héctor Aguilar Camín cita la recreación de una plática de Federico Reyes Heroles con un mando militar. De acuerdo con este relato no vamos, sino estamos en la barbarie desatada. Y esta vez no se puede gritar que fue el Estado, porque es su brazo armado el que está no sólo bajo fuego sino en el peligro cotidiano de ser víctima.
La fuerza armada debe actuar conforme a la ley y ser vigilada y auditada cuantas veces sea necesario y contar con la comprensión y el apoyo de los órganos colegiados representativos del Estado y de la ciudadanía. Más allá de esto, lo que urge es una reforma democrática del Estado para refundar las instituciones y armonizarlas conforme a nuevos paradigmas de justicia y equidad. Vale.