Rolando Cordera Campos
El Financiero
10/12/2020
El más reciente informe del Instituto de Desarrollo Industrial (La Voz de la Industria, vol. 8, núm. 243), cuyo director es José Luis de la Cruz, contiene datos crudos y duros que fotografían fielmente un presente económico y social espinoso, del que alguna vez hablara el gran Pablo Neruda. Se trata de indicadores que, por sí mismos, trazan una perspectiva hostil con la que tendremos que lidiar todos en todas las latitudes. El saldo del desastre no podría ser peor porque, además de estar mermadas, las fuerzas productivas no están articuladas por ningún proyecto empresarial y su día a día no ofrece perspectivas positivas ni en inversión, ni en producción, ni en consumo, que no puede sino contraerse con el empleo y sus salarios.
En La voz de la industria se anota: “Las cifras correspondientes al mes de septiembre (…) permiten observar la dimensión que la recesión ha tomado (…) el Indicador Mensual del Consumo Privado en el Mercado Interior bajó (-) 11.4% en septiembre y un promedio de (-) 12.3% en el año. Se acumulan 10 meses de retrocesos consecutivos (…) La única forma de revertir la precarización del consumo es a través de la creación de empleo formal bien remunerado, un factor que requiere mayores niveles de inversión”.
Por si los datos anteriores no fueran suficientes, el INEGI recientemente presentó “Los resultados de la Encuesta sobre el Impacto Generado por COVID-19 en las Empresas (ECOVID-IE, segunda edición)”; ahí se apunta: “(…) de 1 873 564 empresas en el país, 86.6%, indicaron haber tenido alguna afectación a causa de la pandemia”.
Y se agrega, “(…) de los 4.9 millones establecimientos de Mipymes que había en mayo de 2019, solo han sobrevivido a la crisis 3.9 millones, es decir, aproximadamente un millón de micro y pequeñas empresas desaparecieron en estos meses”.
Más claro ni el agua; con cada cierre de empresas se pierden empleos y se truncan cotidianidades; empieza a vivirse la “otra tragedia”, soslayada y silenciosa pero profundamente humana. ¿Dónde está hoy toda esa gente? ¿Qué piensan, qué hacen, con qué recursos cuentan esas centenas de familias? ¿Y sus jóvenes? ¿y sus viejos?
Estas y otras tragedias deben ser conocidas; no pueden quedar en el anonimato o la vastedad estadística. La prensa, la radio y la TV, deberían estar contándonos esas y otras historias. Se trata de relatos que deberían llevar a actuar cuanto antes, en primer lugar al Estado. No se trata ahora de la esgrima doctrinaria sobre la santidad de las finanzas públicas que cultiva el Presidente sino de un prístino tema de derechos humanos que nadie puede soslayar.
Ofrecer aliento y esperanza, protección y apoyo. Eso no le quita a nadie lo valiente.