Rolando Cordera Campos
El Financiero
05/03/2020
Por más que busquemos, el índice de la actividad económica más certero sigue siendo el que se refiere al producto interno bruto. Por su comportamiento, nos enteramos de la capacidad de la economía para crear empleos y desde ahí nos preguntamos por su eficacia social entendida como potencialidad de generar ocupaciones suficientes en número y en calidad, y no solo ni únicamente para dar acomodo en alguno de los sistemas de becas y transferencias que el Estado ofrece. De los trabajos depende, en gran medida, el desempeño de la economía: a mayor ocupación y buenos salarios de manera natural hay consumo.
El mundo organizado se las había arreglado para mantener los empleos o, bien, para medio compensar la falta de recursos en tanto se conseguía otro empleo. No por magia es que las economías avanzadas pudieron mantener niveles de ocupación y consumo adecuados para que la actividad productiva se mantuviera viva. Pero, el mundo empezó a estar manejado por unas elites que rápidamente se volvieron oligárquicas y modificaron las reglas de comportamiento de empresas y gobiernos y así entramos al engañoso territorio del libre juego y fuego del mercado. El marcador ha sido terrible.
Ni aumentó el nivel de vida de las masas laborantes, ni mejoró el bienestar de las sociedades, permanentemente sometidas a impactos de los que nadie ha salido sin raspón. Niveles de ingreso y de bienestar deteriorados, penosamente ganados tras los grandes compromisos sociales pactados después de terminada la Segunda Guerra. Ningún país puede presumir de tener su casa diferente.
Nosotros, del otro lado de la luna, quisimos imitar el modelo de protección y bienestar generalizado, pero no lo hicimos, ni a tiempo ni bien. Dependimos del crecimiento económico sin advertir que el crecimiento tenía que redistribuirse en favor de los trabajadores y de quienes ni siquiera podían llegar a serlo.
El resultado de tanta omisión y olvido es una sociedad impresentable, desgajada, inconexa; quizá, desde una primera mirada, diéramos razón a quienes quisieran echarla por la borda; el problema, es que recursos facilones no llevan a soluciones. La búsqueda de reformas dirigidas a mejorar nuestra situación y progresivamente corregir los nudos de interés y privilegio, es necesaria y justificada. La reforma social, que en nuestro caso tendría que empezar por lo fiscal, es la única vía para combinar el buen vivir con la democracia, la justicia con el respeto y la convivencia; dilemas que más pronto de lo supuesto habrá que encarar.
La retórica al uso no favorece una solución reformadora y reformista. Más nos vale que en las cúpulas del capital y del poder político se entienda y bien que después de un reformismo fallido no sigue la revolución sino la disolución.