José Woldenberg
El Universal
18/08/2020
El proceso democratizador vivió de espaldas a la cuestión social.
Hubo un auténtico cambio democrático en el país. Fuerzas políticas a las que se mantenía marginadas del espacio institucional se incorporaron al mismo, transitamos de un sistema monopartidista a otro plural, las elecciones se convirtieron en el expediente para la convivencia y competencia de la diversidad política, el Legislativo pasó de ser monocolor a estar habitado por una colorida diversidad ideológica que recogía la variedad de la sociedad mexicana, la Corte empezó a ser un verdadero tribunal constitucional, las libertades de expresión, prensa, manifestación se fortalecieron y ampliaron, emergió un conjunto de organizaciones civiles con sus muy variadas y contradictorias agendas, se crearon instituciones estatales autónomas especializadas para cumplir con tareas estratégicas, etc.
Pero esas novedades venturosas no contribuyeron a atender la fractura social que marca la vida nacional. De 2008 a 2018 la población en situación de pobreza por ingreso se mantuvo inalterable en términos relativos, pero en números absolutos ascendió (de 49 a 48.8% y de 54.7 millones a 61.1) (Coneval). La economía creció de manera insuficiente y fue incapaz de generar los empleos formales necesarios para las legiones de jóvenes que intentaban incorporarse, lo que se tradujo en una expansión brutal de la informalidad y de condiciones de trabajo precarias.
No fue casual que el malestar creciera, que el humor público se volviera agrio y que los avances democráticos significaran poco o nada para franjas importantes de la población. Montado en los logros democráticos y en el potente fastidio con una vida política que parecía reproducirse a espaldas de la mayoría (súmele los fenómenos de corrupción y la ola de violencia e inseguridad), es que Morena y López Obrador lograron ganar las elecciones de 2018. Ello volvió a demostrar que el sistema electoral y nuestra germinal democracia están capacitados para asumir cualquier resultado y por ello el tránsito gubernamental es institucional y pacífico.
Hoy, sin embargo, la actual administración no aprecia lo edificado en términos democráticos: desprecia a las asociaciones civiles, cree que estorban a su gestión los órganos estatales autónomos, los partidos distintos al suyo no le merecen consideración alguna, los medios que ejercen la libertad ganada le resultan incómodos, quisiera alineados a los otros poderes constitucionales y las restricciones constitucionales y legales las vive como camisas de fuerza. Todo indica que le gustaría reconstruir un híper presidencialismo “justiciero” sin contrapesos.
Sin embargo, ante la crisis económica en curso, producto en buena medida de la pandemia, la política ha sido que el mercado se encargue de poner a cada quien en su lugar. Se han cerrado innumerables fuentes de trabajo, perdido más de un millón de empleos formales, legiones han visto encogerse o desparecer sus ingresos y diversos cálculos estiman que para fin de año tendremos entre 10 y 12 millones de nuevos pobres. Mientras, el gobierno se mantiene impasible (salvo los programas de transferencias monetarias y de un programa de créditos insuficiente), con una política “de dejar hacer y dejar pasar”.
Estamos, pues, en una encrucijada extrema: se puede perder o erosionar mucho de lo construido en términos democráticos y es posible que las condiciones de vida de millones de mexicanos empeoren aún más.